Pero empecemos por el principio. Según nos cuenta Flavio Josefo, había en Roma, al comienzo de la era cristiana, una mujer llamada Paulina, de ilustre linaje y gran fama por su afán en practicar la virtud. Además de ser muy rica —eso era de esperar, ya que, si hubiera sido virtuosa y pobre, con toda probabilidad no hubiéramos oído hablar de ella jamás— era increíblemente hermosa y estaba en esa edad en la que, en palabras del propio historiador «las mujeres son más coquetas». No informa, por desgracia, de qué edad es esa, lo cual no podemos dejar de lamentar aquellos que no estamos tan empeñados en practicar la virtud como la protagonista de esta historia.
Estaba casada con Saturnino, que rivalizaba con ella por sus buenas cualidades. Vamos, que en los tiempos actuales habrían protagonizado una teleserie familiar de la Disney.
Se “enamoró” de ella —nos permitimos discrepar del verbo utilizado por el cronista, dado que, a la luz de su posterior comportamiento, consideramos que sería mucho más oportuno utilizar la palabra “encoñó”, cuya definición recoge la R.A.E., aunque por su grafismo estamos seguros de que será perfectamente comprendida por los lectores, incluidos nuestros numerosos amigos hispanoamericanos— un tal Decio Mundo, caballero de la más alta dignidad… y fortuna.
En vano trató de seducirla mediante numerosos regalos, pues ella los rechazó todos. Eso no hizo, como era de esperar, sino aumentar aún más su deseo, «hasta que llegó a ofrecerle doscientas mil dracmas áticas por una sola noche». Sí, Hollywood raramente inventa nada, solo edulcora el final.
Nuestro desafortunado seductor no se tomó muy bien el rechazo e «incapaz de soportar más su pasión, determinó dejarse morir de hambre para poner fin a sus sufrimientos». Pero un joven rico, con voluntad de gastar su dinero y evidentes problemas de autocontrol, no podía dejar de encontrar, más temprano que tarde, quien estuviera dispuesto a ayudarle a librarse de su dolor… y de su fortuna. En este caso fue una liberta de su padre, Ide, «experta en toda clase de crímenes».
La mujer se lamentaba de que el muchacho persistiera en morir —parece que el dinero no fue el estímulo para su actuación, y que sentía un afecto sincero por el hijo de su antiguo amo— y le animó a desistir de su propósito, asegurándole que gozaría de Paulina. Para lograrlo le pidió solamente cincuenta mil dracmas áticos, es decir, una cuarta parte de lo que sabía que estaba dispuesto a gastar.
Decidida a salvar al chico, y dado que el objeto de los desvelos de este no podía comprarse con dinero, el único método que, por lo visto, el muy lerdo sabía utilizar, decidió conocer en profundidad a Paulina, lo que debería haber hecho su pretendiente si hubiera tenido algo menos testosterona y algo más de cerebro.
Descubrió así que era muy adicta al culto de Isis, y como, al parecer, entendía mucho mejor que ella el verdadero funcionamiento de aquel templo, decidió utilizar esa devoción en provecho de su patrón.
Se reunió en secreto con los sacerdotes, a los que ofreció veinticinco mil dracmas en el momento y otro tanto al concluir su negocio —lo que demuestra que no se quedaba con nada—. Luego urdió con ellos un ingenioso y tragicómico engaño:
El más anciano de los sacerdotes se acercó un día a Paulina mientras participaba en los ritos para honrar a la diosa, y le pidió hablar con ella en privado. Una vez a solas, él, junto con el resto de sus compañeros, informaron a su casta feligresa que el propio dios Anubis en persona se les había aparecido para comunicarles cuánto tiempo llevaba observando desde los cielos, con admiración, la virtud, inteligencia y belleza de la patricia, hasta el punto de haber decidido honrarla entre el resto de las feligresas «invitándola a que fuera a él», lo cual significa exactamente lo que están ustedes pensando.
La virtuosa matrona se mostró entusiasmada con la noticia, y se apresuró a poner al tanto de la buena nueva a sus amigos, familiares, y, suponemos, a través de estos a media ciudad. Su marido le dio permiso, probablemente con esa tolerante pachorra con la que los esposos de mujeres de bandera a las que, por decirlo con la finura en que lo hacía mi abuela, “les falta un hervor”, aceptan sus aficiones y rarezas. A fin de cuentas, aquello no podía ser otra cosa que alguna de tantas ceremonias “secretas” con las que las religiones mistéricas agasajaban regularmente a sus adeptos, y terminaría, como solía ser habitual, con alguna petición económica, más o menos elevada, que él satisfaría sin rechistar. Siempre sería mejor que estuviera entretenida acostándose con seres imaginarios que con algún apuesto doncel de carne y hueso.
Paulina se dirigió al templo, cenó y se introdujo en el lecho preparado para ella. Los sacerdotes apagaron las luces, cerraron las puertas y abandonaron el lugar. El joven Mundo, que había permanecido escondido, se le apareció entonces cubierto con la máscara de Anubis, y perpetró lo que, por muy chocarrero que nos resulte todo el asunto, no deja de ser una violación en toda regla. Ella se le entregó durante toda la noche, creyendo que era el dios.
A la mañana siguiente nuestra protagonista se apresuró a contar lo sucedido con pelos y señales, nunca mejor dicho, a sus familiares y amigos, incluido su esposo. El desconcierto consiguiente nos lo narra así Flavio Josefo: «De estos unos no la creyeron, considerando la naturaleza del hecho; otros se admiraron de ello, pues no podían, sin ser injustos, dudar de su palabra, si tenían en cuenta su honestidad y nobleza»
En poco tiempo el asunto se convirtió en la comidilla de la ciudad.
Pero Decio Mundo compartía con ella la necesidad de presumir de sus hazañas, y tampoco pudo mantener la boca cerrada —además de violador, gilipollas—. Su mala baba de pretendiente despechado le llevó al extremo de acercarse a su víctima y, con la única intención de añadir al estupro la burla y la humillación, decirle:
«—Paulina, me has ahorrado doscientos mil dracmas que podías haber agregado a tu fortuna; y sin embargo me concediste lo que te pedí. Poco importa que te hayas esforzado en injuriar a Mundo; pues hiciste lo que yo deseaba bajo el nombre de Anubis»
Y con esto, descubrió el asunto.
El golpe para Paulina debió ser brutal. En un instante pasó de ser la elegida de los dioses al objeto del chalaneo de un grupo de desaprensivos que habían comerciado y abusado de su cuerpo aprovechándose de su devoción. Informó a su marido de lo sucedido y este acudió a pedir justicia al césar, que, a la sazón y por desgracia para los criminales, era Tiberio.
Puede que la mayoría de sus antecesores y sucesores hubieran preferido arreglar el asunto de forma discreta, o incluso es probable que optasen por unirse al coro de burlas que, sin duda, en aquel momento debían recorrer la ciudad a costa de la víctima, pero ese no era el estilo de Tiberio. Tras averiguar puntualmente todo lo sucedido, demolió el templo, crucificó a los sacerdotes e hizo arrojar a las aguas del Tíber la estatua de Isis. Ide, a quien Josefo insiste en considerar «verdadera culpable de todo lo que le había sucedido a aquella mujer», pese a ser la única que no sacó nada del asunto aparte de salvar la vida del hijo de su antiguo amo, también fue ejecutada.
¿Y el violador descerebrado? Él fue únicamente condenado al destierro. A fin de cuentas, era de buena familia —es decir, rico. Tanto antes como ahora “buena familia” significa “familia rica”, por lo que, sin duda, las familias pobres deben ser “familias malvadas” o, al menos, “malvadas en potencia”— y, cito textualmente a Flavio Josefo, «había delinquido por la vehemencia de su amor».
Con esto se cerró el asunto.
¿Y los cuatro mil judíos que terminaron de legionarios en los montes sardos?, se preguntarán aquellos que hayan leído este relato desde el principio. Veamos lo que sobre ello nos cuenta el propio historiador:
«Estos son los actos vergonzosos con los que los sacerdotes de Isis infamaron su templo. Ahora voy a referir lo que aconteció a los judíos que vivían en Roma, como dije antes.»
Por aquella época proliferaban en Roma los cultos orientales, incluido el judío. Aunque los sacerdotes oficiales rechazaban el proselitismo —se trataba del pueblo elegido, por tanto se era judío por nacimiento, no por elección—, multitud de grupos y sectas competían por captar feligreses entre los gentiles, y todos eran tolerados por la jerarquía de Jerusalén… siempre que no olvidasen enviar sus donativos al templo.
«Había un hombre de raza judía, que había huido de su patria pues estaba acusado de proceder contra la ley y temía el castigo. Era un hombre perverso en todos los aspectos. Vivía en Roma y decía interpretar la ley de Moisés. Habiéndosele unido otros tres, en todo semejantes a él, lograron persuadir a una mujer noble, Fulvia, que se había convertido a la ley mosaica y era su discípula, para que enviara púrpura y oro al templo de Jerusalén. Cuando lo recibieron lo gastaron para sus cosas, pues en realidad lo habían pedido con ese fin. Tiberio, a quien los denunció su amigo Saturnino (otro Saturnino, suponemos), esposo de Fulvia, a instancias de su mujer, ordenó expulsar de Roma a todos los judíos. Los cónsules, habiendo previamente seleccionado cuatro mil hombres, los enviaron como soldados a la isla de Cerdeña, y entregaron al suplicio a un número mucho mayor, que habían rehusado el servicio por fidelidad a las leyes de su patria.»
Hay que entender que ambos acontecimientos, la violación en el templo de Isis y la estafa en los donativos a Jerusalén, coincidieron en el tiempo. Si el segundo, que no dejaba de ser un pequeño timo sin más trascendencia, como tantos que se producían y se producen ya sea en Roma como en cualquier otra época y lugar, no hubiera pillado a Tiberio “caliente” contra los nuevos cultos orientales a raíz del bochornoso escándalo anterior, probablemente hubiera terminado con el castigo sin más de los cuatro culpables.
Pero Tiberio, que en su juventud había destacado por su ecuanimidad y moderación, fue volviéndose cada vez más colérico e irascible al envejecer. Era, además, un hombre sin la menor fe en los dioses, que toleraba las ceremonias religiosas como parte de la vida política. Las sectas orientales, con sus misterios, milagros y demás, le resultaban especialmente molestas, y ninguna tanto como la judía; en la que un puñado de pastores, arrinconado en un pedazo de tierra semidesértica, se creía el pueblo elegido por el único dios verdadero, y consideraba que rendir culto a los demás dioses era algo ofensivo para el suyo.
Si se hubieran limitado a permanecer en su árida patria el asunto hubiera podido ignorarse, pero la pobreza de la misma los había llevado a emigrar por todo el mundo, aprovechando la globalización que trajeron primero el imperio persa, luego el de Alejandro y por último el romano. Allí donde se establecían tenían conflictos con los demás, y lo que es peor desde su punto de vista como emperador, se escudaban continuamente en supuestos preceptos religiosos para eludir sus obligaciones con el estado. Y ahora, para colmo, se dedicaban al proselitismo.
Augusto los había apoyado, considerándolos valiosos aliados del imperio en las tierras recién conquistadas, donde Roma no era muy popular y Tiberio continuó, pese a algún altibajo, con esa política… hasta prácticamente los acontecimientos que acabamos de narrar.
Dicho esto, hay que señalar que la otra fuente que recoge esa expulsión de los judíos, Tácito, aunque reconoce que cuatro mil de ellos fueron enviados a Cerdeña para combatir el bandolerismo, no habla de ninguna matanza. Tampoco parece que su destierro se hiciera efectivo, al contrario, muchos mencionan su creciente presencia en la ciudad. Flavio Josefo escribió su obra después de la Gran Rebelión Judía, de la que formó parte, y al narrar la historia de su pueblo se esfuerza en tratar de lavar la mala imagen que esta le había granjeado tanto entre las autoridades como entre el resto de la población del imperio, por lo que tiende a resaltar continuamente su valor y los padecimientos y abusos que ha sufrido.
En cuanto a Tiberio, su reacción ante los hechos aquí narrados nos dice mucho acerca de su personalidad y su gobierno. Tenía un profundo sentido de la justicia, pero a medida que fue envejeciendo, su creciente misantropía e irascibilidad le llevaron a caer una y otra vez en excesos que minaban su popularidad. En el caso que hemos contado puede que muchos aprobaran el castigo infligido a aquellos sacerdotes sin escrúpulos, pero destruir el templo y arrojar al rio la estatua de la diosa debió de ofender profundamente a los múltiples seguidores, totalmente ajenos a los sucedido, que Isis tenía en la ciudad. De igual forma, su reacción ante una pequeña estafa a la mujer de un amigo, aunque probablemente exagerada por la fuente, está fuera de toda proporción.
Podemos ver, además, que Roma se encontraba sumida en una época de profunda confusión religiosa. Los viejos dioses habían dejado de satisfacer las necesidades espirituales de buena parte de la población, y las corrientes científicas y filosóficas, que habían contribuido a su caída, no eran capaces de sustituirlos. El hueco creado empezó a ser llenado por todo tipo de grupos y sectas, algunos traían alternativas morales nuevas, pero otros estaban dirigidos por chiflados y fanáticos, o por simples sinvergüenzas. La sociedad oficial no los tomaba en serio, o los consideraba una molestia. Pero solo era cuestión de tiempo que alguien ocupase ese vacío.
En fin; dioses, locos y bribones, ¿de qué me suena? Ya lo decía el tango: «Que el mundo siempre fue y será una…»
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