Las cosas valen lo que alguien está dispuesto a pagar por ellas.
Publio Siro, Roma, siglo I a.C.
Siempre me ha extrañado que en las clases de historia no enseñen cosas como la “Burbuja de los Tulipanes” holandesa, la quiebra de la Compañía del Misisipi francesa, la diferencia entre un imperio clásico y uno capitalista o que la costumbre de nuestros europeos gobernantes austrias de no pagar sus deudas fue la verdadera causa de la ruina del imperio español. Porque si la gente las conociera quizás no haría cosas como hipotecarse hasta las cejas para comprar una vivienda confiando en que podrá venderla luego, sin más arte ni ciencia, por un valor muy superior ya que “el ladrillo siempre sube” o invertir todos sus ahorros en el Fórum Filatélico sin ver que era una evidentísima estafa piramidal. Pero supongo que si no se hace es, justamente, para que sigamos cayendo una y otra vez en las mismas viejas, viejísimas, trampas. Iguales desde la primera crisis financiera, la que os voy a contar, hasta la que, se supone, acabamos de pasar, sin olvidarnos de la que se está gestando ahora mismo.
El 33 d.C. es, según la tradición cristiana, el año de la muerte de Jesucristo. Si así fue no es de extrañar que su trágico final pasara desapercibido, porque el mundo estaba inmerso en la primera (que conozcamos) crisis económica global de la historia. Esta crisis no estuvo motivada por guerras u otras catástrofes, sino que se produjo en medio de un prolongado periodo de paz, seguridad y prosperidad. Sus causas fueron las propias deficiencias del sistema económico y financiero, y sus consecuencias, globales, afectaron a todo el imperio.
Acerca de los negocios y profesiones que pueden considerarse honorables y las que pueden reputarse viles, reinan en general las siguientes apreciaciones. Son reprobadas, en primer lugar, aquellas profesiones que traen sobre si el odio de la gente, como las de publicano y prestamista. Así mismo es indecoroso y vil el oficio de jornalero, a quien se paga por el trabajo de su cuerpo y no por el de su espíritu, pues es como si por este salario se vendiera en esclavitud. Son también viles los ropavejeros... Los artesanos ejercen todos ellos oficios viles, pues nadie puede ser caballero en un taller... hay que añadir también los tratantes de perfumes, los maestros de danza y todo el gremio de saltimbanquis. En cambio, aquellas profesiones que requieren una elevada cultura y reportan crecidas ganancias, como son la medicina, la arquitectura o la enseñanza de materias decorosas, son honorables para aquellos cuya posición está acorde con ellas. El comercio, si es al por menor es un oficio vil; claro está que el gran comerciante que importa multitud de mercancías de gran número de países.... no es, precisamente, digno de reprobación; más aún si harto de ganancias, o mejor dicho satisfecho con ellas, pasa como tantas veces antes, del mar al puerto, del puerto a la propiedad de la tierra, es digno de alabarle. Pero de todas las profesiones, ninguna mejor, más fecunda, más placentera, más digna del hombre libre que la de propietario de la tierra. Marco Tulio Cicerón, Sobre los Oficios.
En la rica Roma imperial el trabajo carecía de prestigio. Todo este párrafo de Cicerón se resume en una frase: …aquellas profesiones… que reportan crecidas ganancias… son honorables. El dinero es la medida de la honorabilidad, por tanto, las formas más rápidas de obtenerlo: la especulación y la corrupción, son honorables o, por lo menos, socialmente aceptadas. La economía tradicional romana, la del pequeño agricultor, el pequeño artesano y comerciante que abastecían al mercado local hacía mucho que casi había desaparecido o sobrevivía con bajísimas rentabilidades y ahogadas por impuestos y deudas, ya que, antes como ahora, era la base de un sistema impositivo que los ricos eludían sin problemas.
Los grandes latifundios cultivados por esclavos, fuente de la riqueza de la oligarquía tradicional, persistían, más que nada como fuente de prestigio social, ya que las importaciones desde todo el imperio mermaban su rentabilidad. Los terratenientes, para mantener su tren de vida, recurrían al crédito y la mayoría estaban hipotecadas. El poder residía ahora en las grandes sociedades mercantiles dirigidas por los Princeps Publicanorum, con múltiples intereses y representantes en todo el imperio que se financiaban gracias a un próspero mercado de participaciones. En las Bóvedas de Jano, unos pasajes abovedados junto al Templo de Jano, a la entrada del Foro, se especulaba con todo lo imaginable: participaciones en sociedades, materias primas, productos de primera necesidad, artículos de lujo… Incluso se conocían las opciones a futuro desde, por lo menos, el siglo VI a. C. cuando sabemos que el filósofo Tales de Mileto, previendo una gran cosecha de aceitunas, alquiló durante el invierno todas las prensas de aceite de la región y revendió después los derechos para usarlas obteniendo unas ganancias fabulosas. Este sistema, que permitía a los capitalistas diversificar los riesgos y atraer inversores, también favorecía la especulación más salvaje, con fortunas que se creaban y desaparecían casi en un instante. Además, facilitaba que senadores y otros cargos públicos y administrativos invirtieran “bajo mano”. Esta fusión de negocios y política fomentaba la corrupción y una peligrosa tendencia a la creación de cárteles y monopolios que perjudicaban a todo el sistema económico.
SISTEMA FINANCIERO
Plauto nos cuenta: Vas a pagar a tu banquero… luego, cuando haces las cuentas con él resulta que cuanto más le pagas, más le debes. Prestar dinero con intereses estaba mal visto y las múltiples leyes que limitaban la usura, desde las Doce Tablas a Julio César, se amontonaban una sobre otra para entretenimiento de los políticos, mientras Roma se ahogaba bajo el peso de las deudas. El sistema era, en realidad, totalmente libre, no había normas sobre plazos, intereses u otras condiciones, ni nada parecido a una garantía sobre los depósitos; libre mercado en estado puro. Para evitar las leyes sobre los intereses el sistema más eficaz son los créditos efectuados “al descuento” y, probablemente, ese era el sistema usado en Roma. Este método funciona así: si el interés legal es, por ejemplo, del 4%, el deudor declara recibir del acreedor 100 denarios y se compromete a devolverle en el plazo acordado, por ejemplo un año, 104 denarios. La trampa es que no hay forma de controlar cual es el monto real del crédito. Si el verdadero interés acordado es, por ejemplo, del 13%, se firmará el mismo documento que antes, pero la cantidad entregada será de solo 92 denarios, sin que haya forma de demostrar el fraude a la ley. Este tipo de préstamos tienden a ser, por su propia naturaleza, a corto plazo, ya que los intereses se pagan al vencimiento, y a los acreedores no les gusta esperar mucho para cobrar por su dinero. Al finalizar el periodo se podía renegociar la deuda en las mismas condiciones o en otras nuevas. Estas renovaciones continuas eran una “Espada de Damocles” que pendía permanentemente sobre los deudores.
Los profesionales de la banca se dividían en grupos según su especialidad. Los pequeños prestamistas, los fenerator, adelantaban dinero de forma rápida a un plazo breve. Los nummulari dirigían oficinas de cambio, valoraban las monedas y cambiaban divisas. Los argentari eran lo más parecido a la banca actual: aceptaban depósitos de los clientes pagando por ello un interés, concedían préstamos, adelantaban pagos, efectuaban transferencias de capital a otras ciudades bien como simple envío de remesas o como liquidación de operaciones comerciales y, lógicamente, también cambiaban moneda. Una economía globalizada no puede existir sin un sistema financiero globalizado; los argentari con frecuencia tenían sucursales por todo el imperio y representantes o socios fuera de él. Su influencia en la vida política era enorme, dado que raro era quien no les debía dinero, incluso financiaban a los reinos “clientelares” de Roma, ya que, a la sombra de las espadas de las legiones, ostentaban un práctico monopolio de la inversión en deuda estatal, un verdadero protoimperio capitalista. Muchos de estos profesionales eran libertos, aunque en realidad estaban ligados a miembros ilustres de la clase dirigente que los usaban como hombres de paja para ocultar su implicación en todo tipo de negocios.
LA POBLACIÓN
La mayoría de la gente malvivía gracias a todo tipo de pequeños trabajos ínfimamente pagados, (y eso que el fin de las grandes conquistas del siglo anterior había disminuido el brutal flujo de esclavos, dando alguna oportunidad a la población libre de conseguir empleo) y trapicheando con todo lo imaginable. Aun así el reparto de grano por cuenta del estado (la Annona), y el clientelismo (por el que el cliente se comprometía a obedecer a su patrón a cambio de una prestación, normalmente un poco de dinero), eran la base de la economía del pueblo romano. Lo poco que se ganaba se destinaba sobre todo al pago del alquiler, la vivienda absorbía la mayoría de los ingresos de una familia romana. Juvenal se lamentaba así al final del siglo I: …en Roma es duro intentarlo, es caro un cuarto miserable…. es cara una comida frugal….aquí vivimos todos en una pretenciosa pobreza.
Ya casi nadie creía posible mejorar de condición gracias al trabajo, la milicia o el servicio público. El juego, la especulación, el clientelismo y la caza de herencias o dotes centraban las esperanzas de ascenso social y enriquecimiento.
LA “BURBUJA” INMOBILIARIA.
En la ciudad de Roma se hacinaba más de un millón de personas, cifra que no volvería a alcanzarse en una urbe hasta el siglo XVIII, en unas condiciones de salubridad y seguridad pésimas. Junto a las mansiones de los ricos se amontonaban las insulae, casas de hasta seis pisos distribuidos en apartamentos, cenacula, donde los vecinos vivían en alquiler. Había muchos tipos de insulae, desde las cómodas y espaciosas de las clases medias, con agua corriente y desagües, a las mugrientas, inseguras y abarrotadas de los más pobres donde se obtenía el agua de la fuente pública y se arrojaban los excrementos a la calle al eufemístico grito de “agua va”. La especulación más feroz presidía la construcción en Roma, una abundante legislación para frenar los abusos e imponer normas competía en eficacia con la aprobada contra la usura. La ciudad crecía más y más hacia arriba, para aprovechar al máximo el carísimo suelo urbano las casas se levantan tan pegadas unas a otras que los incendios se extendían como en el bosque e incluso los derrumbamientos afectaban fácilmente a las casas colindantes. Los dueños de las insulae las arrendaban completas a un arrendador profesional o a una empresa especializada en alquileres, estos a su vez las subarrendaban a los inquilinos, que si podían subarrendaban alguna habitación. Así el precio se iba inflando y el coste de la vivienda ahogaba a los ciudadanos.
El continuo incremento del valor de los bienes inmuebles, fueran insulaes, domus, fincas rusticas o villas de recreo, los había convertido en una inversión segura que además daba prestigio y permitía el ascenso a las clases sociales superiores e incluso a la política. En esta carrera participaban todos, cuando uno lee la correspondencia privada de Cicerón se pregunta si no era en realidad un agente inmobiliario que aprovechó sus ratos libres para ejercer como abogado y político. Compra ahora y venderás luego más caro, sin freno, sin límite.
EL GOBIERNO
En el 30 a C. Augusto ha eliminado a sus rivales por el poder e inicia una nueva etapa, el principado, caracterizada en lo político por la estabilidad y la pérdida de la libertad, y en lo económico por un desarrollo sin precedentes. Tras las interminables guerras civiles, conquistas sangrientas y rapacidades republicanas, el régimen de Augusto trae paz, prosperidad y orden. En las provincias el entusiasmo por el nuevo régimen es total. Después de haber sufrido una conquista brutal, y la expoliación republicana, Augusto, nombrando gobernadores eficaces y moderados, supuso tal cambio que no es extraño que algunos decidieran adorarlo como a un dios. Las rutas comerciales ahora son seguras, los caminos han sido despejados de bandidos y los mares de piratas, por todas partes circulan mercancías y, sobre todo, el flujo se dirige a Roma, a donde también converge el dinero recaudado con los impuestos.
El emperador se ha apropiado de las rentas públicas, sin una distinción clara entre su patrimonio y el del estado —el riquísimo reino de Egipto, por ejemplo, era un dominio personal de Octavio— y la administración recauda con eficacia sus impuestos. Los ingresos estimados en un año normal eran de unos 400.000.000 de denarios, y los gastos fijos de unos 290.000.000, la diferencia, 110.000.000 de denarios, era el superávit medio, del que el príncipe podía disponer a su antojo. Y Augusto lo usó para afianzar su régimen. Actuó en varios frentes, por una parte se convirtió en la cúspide del sistema clientelar, entregando regalos y premios a políticos y prohombres de la administración, financiando carreras y ayudando a los nobles en apuros. También entregó donativos a la plebe y sufragó programas de asistencia, dejando siempre claro que era el generoso y magnánimo Octavio el que empleaba su fortuna en auxiliar a su pueblo. Costeó infinidad de espectáculos y juegos sin reparar en gastos y mantuvo una plantilla de “intelectuales” de todo tipo y nivel, un verdadero ministerio de propaganda, dispuestos a ensalzar al nuevo amo, calumniar a sus enemigos y rescribir la historia a su gusto. Pero, sobre todo se lanzó a un impresionante programa de obras públicas, especialmente en Roma, pero también en todo el imperio, que mostraran al mundo la gloria del nuevo régimen. Fue un éxito absoluto. Encontré una ciudad de ladrillo y la dejo de mármol, afirmó. La liberación de toneladas de oro de los botines de guerra, sobre todo de Egipto, para mantener semejante ritmo de gasto impulsaron, a la vez, el crecimiento y la inflación. Como todo costaba cada vez más caro y el dinero era abundante, la gente prefería no ahorrar y gastarlo rápidamente en adquirir bienes. Los bancos concedían créditos con facilidad. Fue el brillante y feliz comienzo de nuestra era.
Pero el estado romano no podía imprimir dinero, solo usar el volumen de metales preciosos del que disponía y, poco a poco, este fue agotándose. El dispendio público, que por su propia naturaleza tiende siempre a crecer de forma exponencial, y las continuas guerras exteriores terminaron por adsorber el superávit impositivo y los botines. El sistema financiero sí era capaz de crear dinero gracias al crédito, pero este siempre es un recurso peligroso, ya que esa masa monetaria es muy inestable y tiende tanto a expandirse como a contraerse con increíble rapidez.
En el 14 d C, el primer emperador muere tras 40 años de reinado. Le sucede su hijo adoptivo Tiberio, y se encuentra las arcas tan vacías que no es posible pagar siquiera a los soldados. Reaccionó iniciando una política de ahorro y racionalizando la administración y los impuestos —El buen pastor esquila a su rebaño, no lo despelleja, afirmaba—, que, por otra parte, era acorde con su personalidad. Inteligente, honesto y sobrio, aunque de carácter irascible y hosco, rechazó todo el boato de la corte de su antecesor y entre otras medidas despidió a la pléyade de propagandistas que tan bien habían servido a Augusto y que, a partir de entonces, dedicará su considerable talento a socavar su administración, denigrarlo y a inventar en su contra las mas fantásticas barbaridades. Veamos, precisamente, lo que de él nos cuenta Suetonio: "Tacaño y avariento, jamás asignó un sueldo a sus compañeros...Una vez emperador no realizó ninguna construcción de envergadura... ni dio ningún espectáculo... Alivió la miseria de algunos senadores, pero luego, para no tener que prestar ayuda a más, declaró que solo socorrería a aquellos que hubieran justificado su necesidad ante el Senado. Con esta condición hizo que la mayoría desistiera por modestia y por pudor..."
LA CRISIS
La política de ahorro del nuevo César, al no ir unida a una verdadera reducción de impuestos, no dio la oportunidad a la sociedad de remplazar el gasto y la inversión pública por la privada y fueron llevando la economía al estancamiento. La situación era especialmente mala en Roma, que como capital del imperio dependía más que ninguna otra del gasto del gobierno.
Tiberio, además, quitó al pueblo el derecho a elegir los cargos públicos y se lo dio a los senadores. Para la plebe fue una catástrofe que jamás le perdonó. Cuando digo catástrofe no hablo en términos políticos, sino económicos y sociales. Las elecciones, con el principado, eran una simple forma de decidir cómo se repartían los nobles lo que les quedaba del poder, una lucha personal sin ninguna carga ideológica, pero que permitía los plebeyos venderles su voto y lograr así una parte del pastel, bien directamente, bien a través del sistema clientelar. Cuando les quitaron ese poder, perdieron la que para muchos de los ciudadanos de Roma era su principal fuente de ingresos. La relación patrón-cliente se vio muy afectada, el emperador ya no actuaba como cúspide del sistema y no aportaba fondos, el pueblo, sin capacidad de voto, no tenía nada tangible que ofrecer y los donativos pasaron a ser, en la práctica, una forma de caridad. Una vez más Juvenal nos lo explica: Pero, cuando los más altos cargos calculen... cuanto les renta la espórtula (cantidad de dinero que el patrón entrega a su cliente), ¿qué harán los clientes que de ella sacan la toga, de ella el calzado y el pan y la leña del hogar?
Sin gasto público, con el sistema clientelar devaluado, sin poder, querer o saber trabajar, la pobreza se extendió rápidamente, el consumo bajó y los precios de muchos productos empezaron a caer: los de los bienes de primera necesidad, los de los alquileres, los de los propios artículos de lujo al disminuir la demanda de la corte; la crisis empezó a ser general. Además, el antiguo general resultó ser un gobernante pacifista. No emprendió ninguna guerra de conquista y se limitó a mantener la seguridad de las fronteras, lo que implicó la desaparición de uno de los principales motores de la economía romana durante toda su historia, pero especialmente en la etapa final de la República; los botines. Veamos lo que, por ejemplo, nos cuenta Suetonio de Augusto, el antecesor de Tiberio: "...cuando se transportó a Roma el tesoro real en su triunfo de Alejandría provocó, para empezar, tal abundancia de numerario, que el interés del dinero disminuyó y aumentó muchísimo el valor de las tierras..."
A esto se unía otro factor aún más fundamental, Tiberio había reducido bruscamente el gasto, pero no los impuestos, cada año el superávit se acumulaba en sus arcas, y cuando hablamos de arcas es en el sentido literal. En aquella época el dinero era sobre todo monedas de metal, oro, plata, cobre… La política del César retiraba continuamente millones de esas monedas del mercado y las enterraba en los sótanos del palacio y de los templos que guardaban el tesoro público. Cuando un artículo escasea, vale más, por tanto si el dinero se revaloriza los artículos que se compran con él se deprecian. Si a esto unimos la caída del consumo provocada por la crisis se explica que Roma entrara en una espiral deflacionista continua. El problema empezó en la propia ciudad, pero la globalización del mercado lo extendió al Imperio. La producción y el comercio se vieron muy afectados, pero la peor parte se la llevó el sistema financiero. Confiando en una bonanza eterna se habían dado créditos con gran facilidad, en especial hipotecas sobre bienes inmuebles, “que no podían depreciarse." Ahora el dinero era escaso y por tanto más caro, los intereses que en época de Augusto oscilaban entre el 4 % y el 6% subieron al 8% al 10 al 15 % y más y más, en una escalada imparable. Se acumularon los impagados y muchos depositantes, necesitados de efectivo, acudían a retirar sus fondos. Para no quedarse sin liquidez, la banca restringió el crédito, esto hizo caer aún más el consumo y agudizó la crisis, pero, sobre todo, afectó al valor de las fincas, que muy poca gente podía comprar sin endeudarse. Los embargos se sucedían y con ellos las subastas de propiedades que no se conseguían vender. Primero fueron las granjas, las explotaciones rurales que no producían lo bastante, con unos precios en caída libre, para pagar unos intereses en permanente incremento, luego las fincas de recreo, un lujo que ya muy pocos podían permitirse y, por último, hasta las villas y los bloques de apartamentos en la propia Roma.
La crisis era muy grave, pero para que se convirtiera en un cataclismo a la ecuación le faltaba un elemento: que los políticos que la habían provocado trataran de arreglarla.
EL CRACK
En el año 33 estallan violentos disturbios en Roma, los granjeros arruinados se unen a los comerciantes y artesanos en una gran protesta contra los “usureros”. La misma población que hace dos años asistió impasible a las masacres que sucedieron a la caída de Sejano (y que ayudaron a precipitar la crisis al confiscar y poner en venta gran número de propiedades) ha tomado ahora las calles. Tiberio, asustado, se ve obligado a salir de su retiro. Decidió calmar la situación con una medida que ya se había tomado con anterioridad: ordenar una quita parcial de las deudas y una prolongación de los plazos. Además, volvió a poner en vigor las olvidadas leyes que limitaban los tipos de interés y las que obligaban a invertir en tierras de Italia, para hacer así fluir el dinero y reactivar el mercado inmobiliario.
Pero la ligazón entre el poder económico y el político era muy grande. El Senado, cuyos miembros tenían intereses “bajo mano” en las sociedades financieras, convenció al César de que concediera una moratoria de año y medio a los prestamistas para adaptarse a las nuevas normas. Fue un terrible error. Una vez conseguido se lanzaron a una carrera desenfrenada para ejecutar hipotecas y cobrar sus deudas antes de que la ley entrara en vigor. El sistema colapsó. El precio de las propiedades se hundió, era imposible encontrar un comprador para fincas que hace unos meses habrían valido una fortuna. Las sociedades financieras no conseguían recuperar sus préstamos, mientras que sus depositantes retiraban unos fondos que necesitaban con premura. Los bancos cerraron, los fondos que custodiaban se esfumaron y el crédito desapareció.
SOLUCIONES
Tiberio fue, que sepamos, el primer gobernante en enfrentase a una crisis financiera global y la afrontó con su tradicional “determinación”. Furioso, hizo detener y ejecutar a los capitalistas que se resistían a invertir su dinero. Suetonio nos cuenta: "Confiscó además sus bienes a personas principales de las Galias, de las Hispanias, de Grecia y de Siria bajo unas acusaciones de lo más fútil y desvergonzado, llegando a imputarles como único delito tener en metálico parte de su patrimonio."
Por otro lado “inyectó” a los bancos 100 millones de sestercios para que restablecieran el crédito, prestándolo sin interés por un periodo de tres años siempre que el deudor aportara con sus propiedades una garantía del doble de su valor (¿cómo se determina el valor en esas circunstancias?). En resumen, solo los ricos podían acceder a ese dinero, pero, como nos dice Tácito, al menos sirvió para que se recuperase el sistema bancario: "Se restableció el crédito y, poco a poco, se fueron encontrando acreedores privados."
Aun así, la economía no conseguía recuperarse, pese a que las élites estaban obligadas a invertir su capital —"Al principio, como casi siempre ocurre en tales casos, hubo rigor, pero luego se convirtió en descuido," nos sigue contando Tácito—, y pese a que el César, por fin, aportaba fondos. Todos retenían cada moneda cuanto les era posible, en la confianza de que aquello, fuera el bien que fuera, que pensaban comprar valdría menos mañana que hoy. El dinero no circulaba. El emperador se resistía a seguir vaciando las arcas que tan morosamente había llenado y, para evitar la sangría, decidió emitir monedas con un menor contenido de oro y plata, es decir, devaluó el valor intrínseco de las nuevas monedas, y al hacerlo también hizo caer su valor como elemento de cambio. La gente no tardó en detectar este dinero “malo” y, naturalmente, quiso deshacerse de él, ya se sabe lo que dice la copla: “Como la falsa moneda, que de mano en mano va y ninguno se la queda”. Esta devaluación contribuyó a que el dinero —viejo o nuevo su valor legal era el mismo— volviera a moverse. Los precios empezaron a repuntar, el capital salió de sus escondites para comprar antes de que subieran más y esto disparó el valor de todo tipo de bienes. La crisis fue pasando, aunque la recuperación completa no llegaría hasta la muerte de Tiberio y el relanzamiento del gasto estatal, que liberó los millones de monedas retenidas.
CONSECUENCIAS
Aquellos con recursos para resistir la tormenta resultaron muy favorecidos, los grandes capitalistas que fueron obligados a comprar en el peor momento, cuando los precios estaban más bajos, vieron como su inversión se centuplicaba y se hacían aún más inmensamente ricos. Las clases medias, la base sobre la que se asentó la República, la base de todo sistema democrático, habían ido languideciendo con la creación del imperio militar y las guerras civiles, pero esta crisis las aniquiló. Los pequeños propietarios no volverían a tener relevancia política. Apostaron por los Populares y luego por el Principado para que los defendiese de la oligarquía, y perdieron.
La plebe quedó reducida a una masa sin poder, que pululaba a la espera del reparto de grano o de la limosna de los ricos. Solo se movilizaban para apoyar a los Verdes o los Azules en el Circo. Pero la peor parte se la llevaron las grandes familias de la era republicana, propietarias de enormes explotaciones agrícolas y endeudadas permanentemente. Mermadas por las purgas del final de la república y por la represión de los césares, en especial la masacre que siguió a la caída de Sejano, el hundimiento del precio de las tierras, la ejecución de garantías y la desaparición del crédito acabo con lo que quedaba de ellas. Basta con ver las listas de magistrados para apreciar que, a partir de la etapa final del reinado de Tiberio, los viejos apellidos son cada vez más escasos mientras otros de nuevo cuño acaparan los cargos.
Tampoco las grandes sociedades de publicanos salieron tan beneficiadas como sería de esperar. El hundimiento del crédito y de los mercados financieros afectó seriamente a su funcionamiento y, como eran las arrendatarias de buena parte de los servicios públicos, de ahí su nombre, el estado se vio obligado a reemplazarlas por funcionarios, los famosos y poderosísimos libertos imperiales, que iniciarían su andadura en este momento. Una nueva clase de especuladores, comerciantes y funcionarios que se movían en torno al césar surgió triunfante y, a partir de aquí, se constituyeron en la base socioeconómica del sistema imperial.
Tiberio murió cuatro años después, sin comprender por qué los ricos a los que había masacrado y extorsionado y los pobres a los que había despojado coincidían en odiarlo. Como dice Juvenal: Encaramado en su roca de Capri, rodeado de astrólogos. Dejo en el tesoro 2.700 millones de sestercios, lo que entusiasmó a su sucesor; Calígula.
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