“Cuando todavía se hallaba en estas cavilaciones, un tal Publio Sittio, si hay que decir que fue él y no los dioses, le llevo a la vez la salvación y la victoria. Este, tras ser desterrado de Italia y cruzar a Mauritania con algunos compañeros de exilio, había reunido una fuerza y había servido como general junto a Bocco, y aunque no había recibido ningún favor de César ni lo conocía en absoluto, emprendió la guerra en su favor y le ayudó a resolver sus apuros presentes” Dion Casio, Historia de Roma.
Sittio será para siempre el hombre que salvó a Julio César cuando, tras un desembarco bastante chapucero en África, se encontraba aislado del grueso de su ejército, rodeado por las tropas enemigas comandadas por su ex-colaborador, el eficacísimo Tito Labieno, y a punto de ser aniquilado por este.
Dejando aparte ese toque épico del sorprendente rescate en el último momento que tanto nos gusta a todos en el cine y la literatura, su imprevista intervención cambió la Historia, porque, ¿cuál podría haber sido el desarrollo de los acontecimientos si César hubiera muerto en África y Roma se hubiera encontrado, tras el asesinato de Pompeyo, sin sus dos grandes caudillos? Es difícil de imaginar.
Pero la vida de Sittio resulta interesante más allá de este hecho puntual. Fue el único caso conocido de un comerciante romano que llegó a convertirse en rey, de hecho y de derecho, de un territorio en la órbita de Roma, y es, por tanto, todo un símbolo de la supeditación de los estados clientes no a las legiones romanas, sino a las sociedades mercantiles que avanzaban a su estela. Sociedades formadas por caballeros, pero que siempre contaban con el respaldo de algún poderoso político de la República Tardía. En el caso de nuestro protagonista destaca, entre otros, Cicerón.
La visión actual de Sittio procede de dos historiadores muy separados en el tiempo: Salustio, con el que coincidió, y no para bien, cuando este desempeñaba su controvertida gobernatura en África; y Mommsen, que bebe de esa fuente. Ambos lo presentan como un partidario de Catilina que habría conseguido huir para capitanear en África «un ejército de perdidos». Esta es la versión que encontrará cualquiera que lea las notas a pie de página que sobre él tratan en los libros de historia, pero es, en buena medida, errónea. Su vida fue mucho más compleja y la podemos conocer bastante bien gracias, sobre todo, a la información que nos ha proporcionado su gran amigo y protector: Marco Tulio Cicerón.
Publio Sittio nació alrededor del año 100 a. C. en Nuceria, actual Noceria, en la Campania meridional, una ciudad itálica aliada de Roma. Cuando en el año 90 estalla la guerra entre esta y sus socios italianos Nuceria permanece obstinadamente fiel a la capital, pese a los reveses iniciales y al ataque del jefe samnita Papio Mutilio. La resistencia fue liderada por el padre de nuestro protagonista, también llamado Publio Sittio, un rico latifundista local, que obtuvo como recompensa la ciudadanía romana y el ingreso directo en el orden ecuestre.
Gracias a ello su hijo pudo dedicarse desde muy joven a negociar en las provincias romanas, empezando por Hispania, pero trasladando luego y de forma paulatina sus operaciones al norte de África, a Mauritania.
Fueron sus actividades en la Península Ibérica las que le hicieron verse involucrado en la llamada «Primera Conjuración de Catilina», destinada, supuestamente, a reinstaurar en su cargo a los ganadores de las elecciones consulares del año 65 a. C., depuestos tras ser condenados por corrupción. Uno de ellos era otro de los patrones de Sittio, Publio Cornelio Sila (sobrino del dictador), que fue acusado de participar en la conjura y procesado.
Su defensa corrió a cargo del mismísimo Marco Tulio Cicerón, el verdugo de Catilina, en una demostración más de lo complejas que en realidad eran las relaciones y los intereses, políticos, económicos y personales en esa época (y en cualquier otra). Durante el juicio a Sila, la acusación afirmó que Sittio se había desplazado a Hispania Ulterior por orden de este para ayudar a Cneo Calpurnio Pisón a sublevar la provincia, imputación recogida luego como cierta por Salustio y Mommsen, y utilizada por este último para intentar probar la supuesta implicación de César en el complot.
Cicerón lo negó rotundamente, argumentando que Publio Sittio había efectuado viajes a esa provincia antes y después de la conjura, siempre por cuenta del rey de Mauritania cuyos intereses representaba. En cuanto a las ventas de bienes que había llevado a cabo por entonces y que la acusación sostenía estaban destinadas a financiar la causa de la sedición, el gran orador aseguró que Sittio dedicó el capital obtenido a invertir en sus negocios privados en África e Hispania, resaltando la diferencia entre este comportamiento y el de los verdaderos seguidores de Catilina, aferrados a sus propiedades y obstinadamente contrarios a venderlas para liquidar las deudas que los agobiaban.
Sila fue absuelto y Sittio no llegó, pese a la multitud de procesos que se realizaron en aquel momento, a ser, siquiera, formalmente acusado.
Los problemas para nuestro protagonista no llegaron, por tanto, como consecuencia de su supuesta relación con Catilina, sino a causa de su bien probada amistad con Cicerón, y por mano, precisamente, del mayor de los enemigos de este: Publio Clodio Pulcro.
En aquella época África se presentaba como una verdadera tierra de oportunidades para un comerciante romano. En la zona, que denominamos actualmente Magreb, convivían la provincia romana constituida sobre los antiguos territorios de Cartago con diversos reinos nativos que trataban de desarrollarse económica y militarmente en un esfuerzo por garantizar su supervivencia. Para financiarse solicitaban préstamos respaldados con su producción de bienes destinados a la exportación, entre los que destacaban el marfil, las gemas, pieles, animales salvajes vivos y cereales.
Estos empréstitos eran concedidos en régimen de práctico monopolio por sociedades mercantiles romanas, las mismas que se ocupaban de comercializar los productos exportados por los estados clientes. Gracias a ello controlaban su economía y, a través de esta, naturalmente, su política
¿Están pensando que esto les suena de algo? Pues sí, esa eficacísima forma de colonialismo no se inventó en nuestra época, fueron también los romanos. No íbamos a tener que agradecerles solo los acueductos, las carreteras, la educación y todo lo que nos recordaban tan acertadamente en la “Vida de Brian”.
Sabemos por Cicerón que Sittio se dedicó, entre otras actividades, al comercio de fieras. Queda constancia de ello en las cartas en las que otro de sus protegidos, Celio, le insta a ponerse en contacto con Sittio para conseguir las panteras destinadas a los espectáculos que deseaba organizar durante su desempeño como edil. La captura de este tipo de animales requería —según podemos ver en diversos mosaicos, como el de la palentina Villa de La Olmeda o el de «La Gran Caza» en la Villa de la Piazza Armerina, en Sicilia— el concurso de grandes partidas de cazadores bien armados, y quizás en ellas estuvo el embrión del famoso «ejército privado» que llegó a capitanear.
Pero el verdadero filón de oro era en aquel momento la exportación de trigo a Roma. La urbe necesitaba cada vez un suministro mayor y sus abastecedores tradicionales; Italia, Sicilia, Cerdeña e Hispania, ya no eran suficientes. Se buscaron entonces nuevos proveedores en África, y un río de grano empezó a fluir desde Egipto y el Magreb hacia la ciudad del Tíber (Sí, es difícil no ver el paralelismo con el petróleo actual).
La situación parecía inmejorable cuando en el 58 a. C. un nuevo tribuno de la plebe, Publio Clodio, hizo aprobar la Lex Frumentaria, que garantizaba el reparto gratuito de trigo a la plebe romana. Esta popular medida destinada a paliar las penurias de la población, y a conseguir sus votos, ocultaba tras ella una gran oportunidad de negocio para las empresas suministradoras de cereal, dado el previsible incremento de la demanda y con ella de los precios, además de tener ahora los pagos asegurados por el estado.
Pero, como pasa tantas veces cuando las cosas se hacen a toda prisa pensando solo en el inmediato beneficio económico y electoral, la gran oportunidad se trastocó en un verdadero desastre. Mientras la demanda se multiplicaba de manera descontrolada, la oferta era incapaz de cubrirla, haciendo que el precio de los cereales se disparara y empujando cada vez a más personas a solicitar la ayuda de un estado totalmente incapaz de atenderlos.
No. No estáis leyendo el periódico de hoy. Sumahistoria es un blog de historia sobre el Mundo Clásico y todo esto sucedió hace más de dos milenios.
Clodio, como buen político, no estaba dispuesto a asumir la responsabilidad del fiasco y decidió cargar contra los comerciantes, a los que acusaba de acaparar el cereal actuando en connivencia con sus enemigos políticos; los optimates.
Y, si se estudia el asunto detenidamente… resulta que no es algo totalmente descabellado. El descontento que provocó esta situación facilitó la vuelta del exilio de Cicerón, y el que este, nada más regresar, impulsara y consiguiera una ley por la cual se otorgaba a Pompeyo el control completo del aprovisionamiento de Roma; tanto de la adquisición de alimentos en origen como de su almacenamiento y distribución, ocupándose igualmente de elaborar y mantener las listas de beneficiarios del reparto gratuito. Un instrumento de enorme importancia política se arrebataba así de las manos del populista y ambicioso Clodio para ser entregado a las de sus enemigos.
Cicerón, en su discurso De domo sua ad pontificis, destinado, en principio, a convencer a los sacerdotes de que permitieran la reconstrucción de su casa, dedica toda la primera parte a justificar esta concesión de poderes extraordinarios. Según se recoge en el texto, la carestía «cercana a la hambruna» y su consecuente descontento popular habrían alcanzado su punto álgido en el momento de votarse la revocación del exilio del orador, para desaparecer prácticamente coincidiendo con su regreso y volver a acentuarse hasta la concesión a Pompeyo del control del abastecimiento de alimentos. No es de extrañar que los partidarios de Clodio acusaran a ambos de haber provocado la situación para favorecer sus intereses.
Cicerón, naturalmente, lo niega, aunque reconoce que «por capricho de los vendedores» es posible que el trigo esté siendo almacenado a la espera del momento de hacerlo aparecer «como si de una nueva cosecha se tratara».
Tanto si realmente fue así como el simple hecho de que tal posibilidad fuera considerada plausible por sus contemporáneos, esto nos da una idea clara del poder de las grandes corporaciones mercantiles romanas habían alcanzado en la etapa final de la República y del dominio que ejercían sobre las provincias y los territorios vasallos, hasta el punto de poder controlar los acontecimientos de la capital manipulando su suministro de cereales. Un arma habitual en las luchas políticas a partir de ese momento, aunque siempre con el respaldo de una gran fuerza militar, algo que, al parecer, ellos no necesitaban.
En una urbe sometida al furor de las bandas “revolucionarias” de Clodio, Sittio, amigo de menor rango de Cicerón, fue acusado de incumplir su contrato de suministro y condenado. Todas sus propiedades fueron embargadas y se vio obligado a permanecer en Mauritania para evitar su detención.
Es decir, sirvió de cabeza de turco para tranquilizar los ánimos.
Esa fue la causa real de su exilio, y no la que afirma Mommsen, como queda recogido claramente la carta que el gran orador le envió “lamentando su desgracia”. Por ella sabemos también que un hijo de Sittio permaneció en Roma bajo la protección de Cicerón.
Nuestro hombre, pues, lo ha perdido todo: su hogar, sus propiedades, su dinero, su buen nombre… Si volviera a su patria sería encarcelado. Muchos en esa situación habrían optado, y de hecho optaron, por el suicidio, salida considerada muy honorable por los romanos. Pero Publio no era de esos. Él era de los que creía que lo bueno de haber caído hasta lo más bajo es que, a partir de ese punto, solo es posible mejorar.
Y lo hizo, vaya si lo hizo, como os contaremos… en la segunda parte de este artículo.
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