Jantipo; el maestro de Anibal

 Una de las citas bélicas más famosas, y la más conocida del general e historiador ateniense Tucídides, es esta: «La guerra no es una cuestión de armas, sino de dinero; porque sin dinero para mantenerlos, de nada sirven los soldados, ni las armas». Líbrenos Zeus de tratar de enmendar la plana al reconocido como padre de la historia, pero la verdad es que las cosas no siempre son así; es más, en muchos casos sucede justo lo contrario. Y pocos ejemplos hay tan claros como las guerras, sobre todo la primera, entre Roma y Cartago. Al iniciarse las hostilidades era evidente que, sin ser Roma una ciudad “pobre”, la riqueza de su rival era muy superior, pero logró compensar con creces esta desventaja gracias a poseer algo de lo que la ciudad africana carecía: abundancia de duros y aguerridos soldados.

Porque aunque al hablar de Cartago a todos nos viene a la cabeza la imagen de los Barça, empezando por el rostro curtido, tuerto y cubierto de cicatrices del más ilustre miembro de esta familia; Aníbal, lo cierto es que a los acomodados ciudadanos de Cartago no les gustaba mucho eso de guerrear. Entendámonos, no es que se tratara de una sociedad pacífica precisamente, al contrario, se había extendido por todo el Mediterráneo Central y Occidental empleando, cuando lo consideraban necesario, la más brutal de las violencias. Lo que no les gustaba era sufrir las incomodidades de la guerra y, en especial, jugarse en ella el pellejo. Así que preferían subcontratar esta desagradable tarea en otros, y nutrían las filas de sus ejércitos con mercenarios.

Y, hasta que se toparon con Roma, el sistema no les funcionó nada mal. E incluso cuando empezó la guerra entre las dos potencias todo parecía estar a favor de los púnicos: tenían más armas, más soldados y muchísimo más dinero que sus rivales. Por no tener, Roma no tenía ni un miserable barco con el que enfrentarse a una potencia naval situada en la otra orilla del Mediterráneo y, por tanto, inaccesible para ellos. «Quien domina el mar, domina todas las cosas», aseguraba el griego Temístocles un par de siglos antes. Una afirmación que ha demostrado ser cierta hasta la actualidad.


La guerra se libró en los campos y montañas de Sicilia, y aunque la mayoría de las victorias fueron para los romanos, estas apenas si les reportaron frutos, ya que Cartago, gracias a su dominio del mar, a sus, en apariencia, ilimitados recursos económicos y a la abundancia de mercenarios esperando a ser contratados, sobre todo en Iberia, la Galia y Grecia, sustituía sin problemas las bajas que sufrían sus tropas. Roma comprendió que si no lograba detener este flujo, terminaría, como ha sucedido tantas veces a lo largo de la historia, ganando todas las batallas pero perdiendo la guerra. Así que se dispuso a construir una flota capaz de acabar con la mayor potencia naval del Mediterráneo partiendo de cero. Eso sí que es tener más moral que el Alcoyano. Copiaron lo mejor que pudieron un quinquerreme cartaginés capturado accidentalmente y lo fabricaron en serie. En poco tiempo disponían de un centenar de estas naves, con las que se lanzaron a enfrentarse a sus enemigos… cosechando una sonora derrota tras otra. Pero eso no los desanimó, ya he explicado que si algo no les faltaba a los romanos era moral. Construyeron más barcos, desarrollaron nuevas tácticas bélicas como el corvus y, finalmente, obtuvieron sus primeras victorias en Milas y Sulci ante los sorprendidos Cartagineses. Pero esto no bastó para desatascar la situación en Sicilia, por lo que decidieron realizar una jugada arriesgadísima que, si tenía éxito, les proporcionaría la victoria total: desembarcar su ejército en África y conquistar la propia ciudad de Cartago. Pero para ello deberían cruzar el mar y enfrentarse a la armada cartaginesa al completo que los estaba esperando. El choque tuvo lugar frente al cabo Ecnomo, en Sicilia, en lo que algunos consideran la mayor batalla naval de la antigüedad. Aunque en apariencia las dos flotas eran parejas, en realidad los cartagineses contaban con una importante ventaja, ya que buena parte de los barcos romanos eran pesadas y lentas naves de trasporte de tropas mientras que todos los suyos eran navíos de guerra. Sin embargo esta diferencia se veía compensada por un factor que terminaría por determinar la suerte de las Guerras Púnicas: mientras que la flota romana estaba llena de soldados entrenados y motivados, las naves cartaginesas habían tenido que rellenarse a última hora con mercenarios reclutados de forma apresurada, con poca o ninguna preparación para la guerra naval y por ello muy escasos de moral. Así, aunque la táctica de los navarcas cartagineses fue un éxito y logró dividir a la flota romana, separando a los barcos de escolta de los transportes y dejando a estos en apariencia indefensos, a la hora de la verdad, en el momento de producirse todos y cada uno de los choques, la suerte del combate se decantó a favor de los romanos. Los cartagineses fueron humillantemente derrotados y el cónsul Régulo desembarcó con sus legiones a poca distancia de la capital púnica. Allí tuvo que hacer frente al propio ejército metropolitano de Cartago, formado, este sí, principalmente por sus propios ciudadanos, al que aniquiló sin dificultad. El pánico cundió en la ciudad, y es en ese momento cuando entra en escena el protagonista de nuestra historia.

Jantipo era espartano, de la pequeña población lacónica de Amiclas según el poeta Silo Itálico, y, al igual que muchos espartiatas en esa época, como ya explicamos en un artículo anterior, tuvo que emigrar de su ciudad para ganarse la vida en el extranjero haciendo lo único que los ciudadanos de Esparta sabían hacer, aunque eso sí muy bien, luchar. Diodoro afirma que ya estaba en la ciudad al mando de un contingente de mercenarios griegos, pero Polibio nos explica que fue un “fichaje” de última hora del senado cartaginés “tirando de talonario”, similar a esos entrenadores que contratan los clubs de fútbol al aproximarse el desenlace de la liga, tras una apabullante derrota y viendo abrirse ante ellos las fauces del descenso: «Por este tiempo, llegó a Cartago uno de los reclutadores que había sido enviado a Grecia, al frente de un gran contingente de tropas entre las que se encontraba Jantipo, un lacedonio educado a la manera de ese país y conocedor del arte de la guerra. Informado tanto del descalabro sufrido por los cartagineses como del modo y manera en que se había producido, observando las fuerzas que aún les quedaban y él número de su caballería y elefantes, rápidamente echó cuentas y declaró que no habían sido vencidos por los romanos, sino por la ineptitud de sus comandantes». Los dirigentes de Cartago, presionados al parecer por la plebe, tras escuchar sus ideas decidieron poner en sus manos el destino de la ciudad.

Jantipo comprendió que si quería vencer en aquella guerra necesitaba reformar por completo el ejército cartaginés. Hasta entonces estaba formado por contingentes de tropas del más variado origen, en los que se mezclaban númidas, celtíberos, galos, griegos y muchos otros pueblos, incluidos itálicos, empleando cada uno las armas y tácticas de combate a las que estaban acostumbrados, dirigidos someramente por los mandos cartagineses. Y así era imposible vencer a las disciplinadas legiones romanas. Pero para ello necesitaba tiempo, y el enemigo acampaba ya a las puertas de Cartago.

Jantipo sabía, y así se lo hizo ver a los líderes cartagineses, que Régulo carecía de fuerzas y recursos tanto para sitiar la ciudad como para asaltarla. Así que el peligro no era tan inminente. Se establecieron negociaciones que los sufetes, el equivalente cartaginés a los senadores romanos, hubieran deseado que llegasen a buen fin, dado que aquella guerra, que se prolongaba ya por nueve años, estaba resultando muy mala para los negocios, único interés real de estos dirigentes. Pero Régulo, temeroso quizás de que, como ya había sucedido otras veces, si acordaba condiciones demasiado generosas estás no fueran aceptadas por el senado romano, lo que supondría para él la deshonra y el fin de su carrera, exigió unos términos de rendición tan duros que resultaron inasumibles.


Entre tanto, Jantipo aprovechó para reestructurar y entrenar al ejército cartaginés. Sin renunciar a aprovechar las habilidades particulares de los distintos contingentes de mercenarios extranjeros, enseñó al núcleo de sus tropas a luchar en formación de falange, con armas, equipos, tácticas, organización y disciplina griegas. Polibio vuelve a explicarnos que al principio muchos dirigentes de Cartago, especialmente militares, criticaron las medidas que estaba adoptando, e incluso dudaron de que aquel modesto emigrante espartiata, sin sangre noble conocida, estuviera a la altura de la tarea que se le había encomendado. Pero el entrenamiento al que sometió a sus hombres no tardó en demostrarse efectivo, y los soldados, incluidas las milicias ciudadanas, le demostraron su apoyo, por lo que sus críticos se vieron obligados a recular y a esperar mejor ocasión.

Jantipo, además de preparar a su ejército, estudió también las debilidades de sus aparentemente invencibles oponentes y así, cuando las negociaciones se rompieron definitivamente, estaba listo para presentar batalla.


En la primavera del 255 a C., en las llanuras de Bagradas, un terreno ideal para sus tácticas, Jantipo plantó cara a los romanos. En primera línea, a bastante distancia del resto del ejército, desplegó a los elefantes. No se fiaba mucho de ellos porque conocía su costumbre de darse la vuelta y acometer contra sus propias filas. Su función sería, básicamente, sembrar la confusión y agotar a las legiones antes de que comenzara el verdadero combate. El centro de su despliegue lo ocupaba la milicia de ciudadanos cartagineses, que debía soportar el choque directo con las legiones romanas. En ocasiones anteriores no habían demostrado demasiado espíritu de combate, pero, en realidad, para sus planes era indiferente si resistían o retrocedían, incluso era mejor que hicieran esto último. A su izquierda y a su derecha había situado las tropas en las que más confiaba, una amalgama de mercenarios formada por nuevos reclutas y veteranos de la guerra de Sicilia, cuya función era flanquear y envolver a las legiones, y su labor se vería facilitada si estas avanzaban por el centro de la formación cartaginesa. En las alas dispuso a la caballería formando dos escuadras. Como superaban ocho a uno en número a la caballería romana, único aspecto en que los púnicos contaban con superioridad, su función sería ahuyentar a los jinetes rivales y luego volver grupas para atacar a los romanos por la espalda, cerrando así la trampa.

El cónsul Régulo por su parte dispuso a sus legionarios en una formación compacta, estrecha y profunda, con los auxiliares itálicos desplegados a ambos lados para proteger los flancos. La idea era perforar la línea de los elefantes y cargar luego contra el centro de la formación enemiga, las milicias ciudadanas, a las que consideraba, a raíz de las experiencias anteriores, su eslabón más débil. Cuando vieran huir a sus jefes cartagineses, esperaba que los mercenarios se desperdigaran sin ofrecer demasiada resistencia. En cuanto a la caballería, consciente de su inferioridad, debía limitarse a mantener entretenida a su homónima cartaginesa.


Como se puede ver ambos generales habían preparado unas estrategias que, sobre el papel, parecían buenas. Pero como dijo el gran filósofo norteamericano Mike Tyson: «Todo el mundo tiene un plan hasta que le sueltan la primera host..». Contra todo pronóstico, los mercenarios cartagineses del ala derecha huyeron ante los auxiliares itálicos de Régulo, mientras que, por el contrario, la falange de ciudadanos del centro resistía impasible la carga directa de las temibles legiones. Este inesperado desarrollo de los acontecimientos perjudicaba más que a nadie a Jantipo, ya que esperaba que, en efecto, las legiones avanzaran por el centro de su formación, permitiendo que sus alas las rodearan sin esfuerzo. Ahora, por el contrario, eran las milicias ciudadanas las que corrían el riesgo de ser flanqueadas, y ya se sabe que la falange es, probablemente, la peor formación que existe para afrontar un ataque lateral. Pero es justamente cuando parece que todo se tuerce y nada sale según lo esperado, el momento en que se demuestra el temple no solo de un general, sino de cualquier persona.


Jantipo observó que sus mercenarios huían hacia el campamento cartaginés perseguidos por los auxiliares victoriosos, pero en vez de emplear sus reservas en defenderlo, decidió dejar tantos sus riquezas como a los fugitivos a merced de los romanos. Y mientras estos se entretenían en masacrar y saquear a placer, dirigió a sus hombres contra el flanco izquierdo romano, en el que ahora no había nadie. Entre tanto, su caballería cargó contra la retaguardia de las legiones, que quedaron copadas. Entonces ordenó avanzar por el centro a la falange cartaginesa. Jantipo había comprendido que la eficacia de las legiones se debía a su facilidad para maniobrar durante la batalla, pero para maniobrar necesitaban espacio, y si se les privaba de ese espacio estaban perdidas. Apelotonados unos contra otros, los legionarios fueron exterminados.

Si a alguien todo esto le recuerda a la famosa batalla de Cannas, no es de extrañar, ya que la similitud es evidente. Se suele decir que se aprende de las derrotas, pero en este caso está claro que fue Aníbal quien aprendió de las tácticas de Jantipo, mientras que Roma fue incapaz de buscar una solución a la debilidad estratégica que este había descubierto.


Solo un par de miles de los hombres de Régulo lograron huir, la mayoría de los cuales formaban parte del ala que se había entretenido saqueando el campamento y persiguiendo a los fugitivos, y que demasiado tarde comprendieron su error. Para terminar de rematar el desastre, fueron sorprendidos por una tormenta en el mar al intentar regresar a Sicilia, pereciendo la mayoría. El propio cónsul fue capturado junto con quinientos de sus hombres, mientras que trece mil cayeron durante el combate. Los cartagineses sufrieron solo ochocientas bajas, la mayoría pertenecientes a su ala derecha, la que huyó. Una victoria total, y la única victoria importante obtenida en tierra por los ejércitos de la ciudad africana durante toda la guerra.

Cumplida su misión, Jantipo se enfrentó a esa siempre delicada tarea de pedir el finiquito a sus jefes antes de despedirse. Y, a partir de aquí, las versiones sobre su destino varían sustancialmente. Diodoro nos cuenta que los sufetes lo convencieron para que acudiera a Sicilia para hacerse cargo allí también de sus tropas que luchaban contra los romanos. Tras obtener una nueva victoria, habría embarcado rumbo a Grecia, pero los malvados cartagineses para no pagarle lo que le debían habrían hundido el barco con él dentro. Apiano, por su parte, explica que tras embarcar con todos los honores en los buques de guerra cartagineses, la tripulación habría arrojado por la borda tanto a él como a sus hombres. Y el poeta Silo Itálico añade que sus tres hijos, llamados Jantipo, Éumaco y Critias, combatieron con Aníbal como jinetes, y perecieron durante la batalla de Ticino.

Polibio, por el contrario, afirma que regresó tranquilamente a su casa, sano, salvo y rico.

En general, todos los historiadores consideran, y no solo en este caso, más fiable como fuente a Polibio que a Diodoro y a los otros. Además, escribió su obra en fechas mucho más próximas a los acontecimientos que estamos narrando, a principios del siglo II a C. Por otra parte, lo que cuentan del asesinato no tiene demasiada lógica. Jantipo, sin duda, no embarcaría antes de haber cobrado, por tanto, ¿qué sentido tendría hundir su barco? En cuanto a la muerte de sus hijos…, ¿por qué iban a combatir junto a los asesinos de su padre?, ¿y alguien ha oído hablar de algún espartano luchando a caballo?

Estas dudas se ven reforzadas porque poco después de su marcha de Cartago, un espartano llamado también Jantipo dirigió con éxito a los ejércitos de Ptolomeo III Evergentes en una expedición contra los seléucidas en Siria y Mesopotamia, siendo nombrado gobernador de los territorios recién conquistados más allá del Eúfrates.

La historia, por desgracia, ha sido usada una y otra vez, desde el mismo momento en que comenzó a escribirse, como un elemento de propaganda política. Y es, con toda probabilidad, en este contexto en el que hay que entender las afirmaciones sobre la muerte de Jantipo y sus hijos. Los historiadores-propagandistas romanos buscaban dejar claro que nadie podía desafiar a Roma, y mucho menos derrotarla, sin pagar por ello. Y que sus enemigos eran, siempre y en todos los casos, unos canallas muy poco fiables con los que era mejor no tener tratos. Las “fake news” no son un invento actual. Hoy nos hemos limitado a ponerles nombre en inglés-americano, el nuevo idioma del imperio.

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