Durante el siglo IV a. C la una vez poderosa Esparta no había hecho sino decaer. Su papel como potencia hegemónica en Grecia y Asia tras las Guerras del Peloponeso la había llevado a desarrollar una política imperialista que supuso una continuada sangría de sus mejores hombres; los temibles y nunca muy numerosos espartiatas.
Otra causa de ese declive demográfico estaba, según algunos, en la baja natalidad de la ciudad, ocasionada, al parecer, por la escasa afición de los feroces guerreros a abandonar por las noches el cuartel y la compañía de sus camaradas para visitar a sus esposas.
Pero la realidad es que los homoioi (los ‘iguales’) hacía mucho que habían dejado de serlo. La expansión imperialista trajo, como siempre, inmensas riquezas para unos pocos y la ruina para la mayoría de la población. Según cuenta Plutarco solo 100 personas controlaban todas las tierras a mediados del siglo III a.C. Los espartiatas despojados de su propiedad perdían su lugar en la Mesa Común y con ello su cada vez más irreal condición de "iguales". Muy solicitados y excelentemente pagados como mercenarios, muchos optaron por vender sus espadas, desplazándose a territorios en ocasiones muy lejanos e instalándose definitivamente allí. Despojada así de su juventud, la ciudad también lo fue de su futuro.
Minada por estos problemas, Esparta se limitaba mantener su control sobre el Peloponeso y, sobre todo, a perpetuar su propio mito, del que estaba tan orgullosa.
Entretanto una nueva potencia había surgido en Grecia. Macedonia y su rey Filipo II aplastaron a los atenienses y a los tebanos en Queronea (338 a. C.) y se disponían a organizar un poderoso ejército con el que marchar sobre Persia.
Filipo no quería dejar ningún ‘cabo suelto’ a sus espaldas y comprendía las ventajas (si no militares, dada la debilidad de la ciudad, sí propagandísticas) que le reportaría tener de su lado a los legendarios espartanos. Les escribió una misiva extremadamente diplomática, llena de elogios hacia la histórica ciudad, en la que los ‘invitaba’ a unirse a “la coalición de pueblos griegos liderada por Macedonia”.
La carta, muy larga, estaba escrita en una sola cara de un pergamino enrollado. Los espartanos demostraron que eran un pueblo sobrio y ahorrador, que tenía muy asumido, ya en aquella época, el concepto del reciclaje. Aprovecharon para responderle el propio reverso en blanco, donde escribieron un simple NO con letras gigantes.
Filipo entendió esta contestación como una declaración de guerra. Organizó un gran ejército con el que marchó sobre el Peloponeso. Pero antes de dar inicio a la invasión optó por intentar, de nuevo, la vía diplomática. Mandó otra misiva con el siguiente mensaje: “Me dirijo a Esparta. ¿Cómo queréis recibirme? ¿Como amigo o como enemigo?”.
El rey Agis III respondió usando, una vez más, el reverso de la propia carta: NI UNA COSA, NI LA OTRA.
Las tropas macedonias entraron en el Peloponeso sin encontrar resistencia, despojaron a Esparta de sus últimos territorios y los entregaron a su odiada rival, Argos. Luego se acercaron a la propia ciudad. Filipo pensando, quizás, que había empleado hasta aquel momento un lenguaje tan diplomático que los espartanos no habían llegado a comprenderlo del todo, decidió enviarles un último mensaje. Estaba redactado de tal forma que incluso aquella banda de sesudos filósofos pudiera comprenderlo: “Si entro en Laconia –la región donde está Esparta–, arrasaré Esparta”.
La respuesta no se hizo esperar: SI (condicional)
A la vista de la debilidad demostrada, y para no inaugurar su ‘nuevo orden’ sobre Grecia con la destrucción de una de sus ciudades más afamadas, Filipo los dejó por imposibles.
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