Diomedes; el hombre al que temieron los dioses

  

Atenea aconseja a Diomedes poco antes de que entre en la batalla. Schlossbrücke, Berlín
Diomedes, hijo de Tideo y Deípile, hijos de Eneo y Peribea y de Adrasto y Egialea, hijos de Partaón y Éurite y de… ¿A qué viene este rollo genealógico digno del Señor de los Anillos o de Juego de Tronos? A que en toda su larga ascendencia conocida no hay un solo dios, ni uno. Ninguna antepasada suya fue forzada, raptada, engañada o violada durante el sueño por alguna divinidad clásica, sus formas habituales de relacionarse con toda mortal de buen ver que se les ponía a tiro, para orgullo de sus descendientes. Diomedes era un hombre y nunca pretendió ser otra cosa, algo que lo convierte en una rara avis dentro de la mitología griega y en un caso único en todo el ciclo de la guerra de Troya. Y no solo eso, es también el único hombre que se enfrentó cara a cara con nada menos que tres de los dioses principales del panteón clásico, incluido el propio Ares (Marte para los romanos), dios de la guerra, y derrotó a dos de ellos sin paliativos. Después de enviar a este último a lloriquear a los brazos de su mamá ningún dios volvió a cruzarse en su camino durante aquella contienda.
Era hijo, como ya hemos visto, de Tideo, rey de Etolia y uno de los famosos “Siete contra Tebas”, que murieron intentando conquistar esa ciudad. Diomedes tenía cuatro años, y por ser el único hijo varón en él recayó la responsabilidad de vengar a su padre. Diez años después, en unión del resto de los primogénitos de los “Siete”, conocidos como los "Epígonos", arrasaron Tebas. Este Ciclo Tebano, que comienza con la tragedia de Edipo, es considerado el más importante de la mitología griega previa al Ciclo Troyano, por lo que la entrada de Diomedes en el panteón de los héroes se produjo por la puerta grande.

Sucedió a su abuelo en el trono de Argos, una de las ciudades más poderosas de la Grecia de aquella época, y la gobernó con sabiduría y justicia durante cinco años, incrementando su riqueza y estabilidad. Eso no le impidió continuar con sus aventuras, salpicadas de tragedias familiares y venganzas múltiples. Aprovechando que estaba ocupado con su ejército en resolver uno de estos asuntos, Agamenón invadió Argos y para devolvérselo le exigió que se uniera a la campaña contra Troya. Diomedes, haciendo gala del sentido práctico que siempre le caracterizaría, aceptó el acuerdo-chantaje. Según Higinio y Pseudo-Apolodoro fue uno de los pretendientes de Helena, y como tal estaba obligado por el juramento de Tindareo a defender el derecho de quien resultara elegido, pero son las únicas fuentes que lo incluyen en esa lista, que parece elaborada partiendo de los nombres de quienes aportaron barcos a la expedición. Siguiendo la cronología tanto del Ciclo Tebano como del Troyano, Diomedes apenas podía ser un niño cuando se produjo la disputa.
Aquiles descubierto por Ulises y Diómedes. Rubens. Museo Nacional del Prado, Madrid
No fue Diomedes, ni mucho menos, el único héroe griego que se mostró más que renuente a unirse a esta expedición. Odiseo fingió estar loco, Aquiles fue descubierto por Odiseo y el propio Diomedes travestido de mujer, y el rey Cirinas de Chipre resolvió su compromiso sagrado de aportar cincuenta naves … enviando cincuenta exvotos de barcos de arcilla. Diomedes si aportó naves de verdad, 80, el contingente más grande después de los de Agamenón (100) y Néstor (90). Era el rey más joven entre los aqueos, pero también quien reunía más experiencia militar junto con Aquiles, ya que desde muy niño se preparó para vengar a su padre y desde entonces enlazó una campaña militar con otra. Es, además, el más completo de los guerreros griegos: su sabiduría era equiparada a la de Néstor; su astucia a la de Odiseo, su inseparable compañero en muchas de las aventuras de esta guerra (aunque intentara matarle en alguna ocasión); y su habilidad en combate a la del propio Aquiles. Dependiendo de las fuentes, sus armas también fueron creadas por Hefesto, como las de Aquiles, o por un herrero humano y luego bendecidas por Atenea. Su símbolo era un jabalí, lo que concuerda con los hallazgos arqueológicos de la época. 

Era humano para todo, no solo para lo bueno. El hecho de que afrontara los problemas siempre de un modo práctico no implicaba que olvidase las ofensas. Durante la campaña, y sin poner nunca en peligro su éxito, no pierde la oportunidad de hacerle pagar a Agamenón la invasión de su reino y el chantaje al que lo había sometido. Fue uno de los responsables de que, de acuerdo con el oráculo, se decidiera sacrificar a la hija de Agamenón, Ifigenia, a la diosa Artemisa, a la que el rey de Micenas había ofendido. Ya se sabe que los inmortales eran muy picajosos y que a Agamenón era un sujeto muy poco recomendable incluso para los estándares de la época. Para ello elaboraron un plan perverso: Agamenón, para el que no había nada por encima de su ambición, convenció a su esposa, Clitemnestra, de que pretendía casar a su hija con Aquiles, el semidivino héroe. Fueron Odiseo y Diomedes los encargados de viajar a Micenas para convencer a ambas del engaño y quienes acompañaron a la princesa hasta el altar donde ella creía que se celebraría la boda y la esperaba la muerte. Pero, en el último momento, y al igual que en el muy posterior mito de Abraham (¡otra asombrosa casualidad!) la diosa se conmovió, salvó a Ifigenia, puso en su lugar a una cierva y la llevó hasta Crimea, donde permaneció oculta como sacerdotisa del templo de la propia Artemisa. Clitemnestra jamás perdonaría el engaño ni el intento de asesinato de su hija y Agamenón lo pagaría con su vida tras volver victorioso de Troya. La verdad es que resulta extraño que, si la diosa perdonó a Ifigenia, esta tuviera que esconderse en lo que para los griegos era literalmente la otra punta del mundo hasta que su padre se fue al Hades. Se podría pensar en que alguien la ayudó a escapar y le buscó un escondite. Alguien humano e involucrado en el asunto porque si no no hubiera podido preparar la fuga.
Ifigenia arrastrada al sacrificio por Odiseo y Diomedes. Pompeya
En Diomedes hay un punto de… lo que hoy llamaríamos humanidad aunque sea tan ajena a muchos seres humanos. Al contrario que el resto de los héroes griegos, que se pasaron la campaña vengando recientes o pretéritas ofensas entre ellos hasta el punto de que murieron tantos a manos de sus propios camaradas como de los troyanos, él, a parte del asuntillo con Agamenon, no aprovecha para justar viejas cuentas (Odiseo, por el contrario, se dedica a ello con verdadera devoción). El caso más llamativo es el de su primo Tersites, que había derrocado a Eneo, abuelo de ambos y usurpado su trono. Diomedes lo derrotó pero le permitió vivir, cosa que este agradeció asesinando a Eneo. Cuando volvió a encontrárselo en la guerra de Troya no intentó vengarse, pese a que a nadie le habría importado ya que Tersites era cualquier cosa menos popular, y, es más, cuando Aquiles lo asesinó por burlarse de su amor póstumo por la reina de las amazonas fue el único que pidió que fuera castigado por el crimen.
Diomedes derrota a Eneas. Cratera ateniese del 480-490 A,C. Tyszkiewicz,  Bostón
Sus relaciones con el gran héroe de la Ilíada nunca fueron cordiales, ya hemos dicho que fue uno de los que lo descubrió ocultándose travestido para evitar acudir a la campaña, y ya en Troya hubo una cierta rivalidad entre ambos por ver quien era el mejor guerrero. Heleno, hermano de Héctor, describe así a Diomedes en el libro V de la Ilíada: “Lucha con ferocidad y siembra el pánico en el alma de los hombres. Es el más poderoso de todos los griegos. Ni siquiera el gran Aquiles, pese a ser hijo de inmortal, nos inspira tanto terror como este hombre. No hay nadie que lo supere en valor ni en destreza ". Aquiles mató a Héctor, el mayor héroe troyano, pero Diomedes podría haber acabado con él antes si el propio Júpiter no le hubiera ordenado detenerse. Derrotó a Eneas, el segundo más importante, y para evitar que le diera muerte, Afrodita, su madre, tuvo que acudir a rescatarlo. Y es aquí donde Diomedes entró en la leyenda y superó a Aquiles y a cualquier otro héroe griego salvo a Hércules, que era un semidios. Diomedes, siguiendo las órdenes de Atenea que tenía cuentas pendientes con la diosa del amor desde el asuntillo de la manzana de la discordia y el primer concurso de belleza, la atacó, hiriéndola (no se puede matar a un inmortal). Apolo se interpuso entre ellos y, para detener a Diomedes, se vio obligado a rebelar que era un dios y a conminarle a no desafiar la furia del Olimpo. Solo así logró huir con Eneas. 
Afrodita herida por Diomedes. Gabriel-François Doyen. Museo del Ermitage, San Petersburgo
Humillado, Apolo le agradeció el que le hubiera dejado escapar chivándole a Ares, el poderoso dios de la guerra, lo sucedido con Afrodita, su amante, y este, furioso, asoló las filas del ejército griego en busca de Diomedes. Atenea le había advertido de que se enfrentara solo a Afrodita y a ningún inmortal más, pero ante la insistencia de Marte la diosa no solo le autorizó a defenderse, sino que tomó las riendas de su carro protegida por un manto de invisibilidad (es decir, que nadie vio en él a otro que al propio Diomedes). Ambos, mortal e inmortal, se arrojaron las lanzas simultáneamente, pero la invisible Atenea desvió la de Ares y guio la de Diomedes, que hirió al dios en el vientre. Bramando de dolor, Marte tuvo que huir del campo de batalla, vivo solo gracias a su condición de inmortal, pero durante mucho tiempo, mientras se recuperaba de la herida, no pudo volver a intervenir en favor de los troyanos. En una sola jornada Diomedes se había enfrentado a tres de los dioses principales del Olimpo, hecho huir a los tres y herido a dos. Nadie más se aproximará siquiera a esa marca.
Diomedes, asistido por Atenea, hiere a Ares. Rafael Tegeo. Museo de bellas artes, Murcia
Durante el resto de la campaña seguirá demostrando su valor e inteligencia, siendo uno de los impulsores de la idea del caballo de Troya y formando él mismo parte del grupo de guerreros que se escondió en su interior y abrió las puertas de la ciudad.

A su regreso se salvó de la furia de Atenea contra los Aqueos por violar su santuario en Troya (o, mejor dicho, por violar “en” su santuario en Troya), y llegó sano y salvo a casa, donde fue el primero en encontrarse con que su santa esposa había llevado muy mal sus diez años de ausencia y se había buscado un apaño. Al contrario que los demás, no organizó por ello una tragedia ni una masacre. Asumió la situación y volvió a embarcarse, dirigiéndose a Apulia, en Italia, donde fundó varias colonias griegas y se casó de nuevo con la hija del rey local. Según Virgilio, se reconcilió con Eneas, también emigrado a esas tierras, y su descendencia se unió a Roma. Ya se sabe que a la propaganda Augustea le encantaba asimilar héroes helénicos.

De todas las anécdotas de Diomedes, hay una que a mí me parece especialmente significativa, y que refleja muy bien el mensaje tras su mito, tras la propia Ilíada y la esencia del pensamiento del Mundo Clásico. Cuando Aquiles, enfadado con Agamenón, se niega a luchar y amenaza con abandonar Troya, le enviaron mensajeros y regalos para apaciguar su furia siguiendo el consejo de Néstor, sin ningún éxito. Diomedes se opuso a esta decisión afirmando que eso no haría sino incrementar la soberbia del héroe y prolongar la situación. Afirmó que lo mejor era no hacer nada, ya que Aquiles estaba destinado por los dioses a luchar en Troya y ninguna decisión que tomara podría alterar ese destino. Lo que también podría entenderse como que Aquiles era un guerrero profesional líder de una banda de mercenarios, los Mirmidones, que se ganaban la vida con la espada, y que no podía abandonar la campaña y permitir que los griegos fueran derrotados porque eso arruinaría su reputación para siempre.

Nosotros, que nos consideramos herederos del Mundo Clásico, vivimos en una supuesta meritocracia en la que, desde niños, se trata de convencernos de que todo es posible y de que cualquier objetivo está a nuestro alcance si nos esforzamos lo suficiente, algo que solo crea sentimiento de fracaso y frustración. Pero esa idea no podía ser más ajena a la cultura griega. Los griegos creían en la existencia de un destino contra el que nadie podía luchar. Ahora bien, esto no significaba que todo estuviera decidido y que no tuviéramos oportunidades y libre albedrío (tema que siempre ha despertado debates filosóficos, incluso ahora). Un ejemplo claro es la diferencia entre las decisiones que toman Diomedes y el resto de los héroes griegos al volver a casa y encontrarse con la misma situación, y las consecuencias, bien distintas, que estas tienen para cada uno.

La idea griega del destino es que todos nacemos condicionados, por decirlo así a todos nos proporciona la vida una serie de cartas y debemos jugar con ellas lo mejor que podamos. Y no es una idea disparatada. Seamos sinceros: nacemos en una época determinada, en un determinado lugar, en una familia u otra, dentro de una clase social e incluso dentro de un grupo racial. Nacemos hombres o mujeres, fuertes o débiles, inteligentes o estúpidos, atractivos o no. Y a lo largo de nuestras vidas nos sucederán cosas que dependerán de nuestras decisiones… y otras muchas que no. Todo ello nos condicionará. Pretender ignorarlo conduce al fracaso, pero si lo aceptas y te fijas objetivos realistas es posible tener éxito, incluso más allá de tus expectativas. Diomedes era un mortal que conocía sus límites y por ello evitaba enfrentarse con los dioses. Pero cuando Atenea se lo ordena no duda en aprovechar la ocasión.

No pretendas lo imposible. Se realista pero no dejes pasar las oportunidades. Ese es, en mi opinión, el mensaje tras el mito de Diomedes y de toda la Ilíada.

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