Las páginas de la historia que conocemos están acaparadas por grandes personajes, algunos de los cuales ocupan tan inminente lugar por méritos propios y otros, bastantes más, por interés de aquellos que la cuentan. La gran mayoría porque ya en vida se esforzaron en destacar, en lograr la fama, en “ser recordados”.
Pero junto a ellos hay otros, antes y ahora, que buscaron y buscan justo lo contrario: no ser percibidos, permanecer en la sombra, mover los hilos sin que nadie repare en sus manejos. Hasta el punto de que, muchas veces, si sabemos algo, poco en general, sobre su existencia es gracias a que en algún momento sus enemigos trataron de arrancarles es manto de invisibilidad con el que se protegían. Entre esos personajes oscuros uno que siempre ha llamado mi atención es Lucio Cornelio Balbo “El Mayor”.
Balbo vivió uno de los momentos más cruciales de la historia: el paso de la República al Imperio en Roma, que es lo mismo que decir el fin de los sistemas “democráticos” o “predemocráticos” que hasta entonces habían dominado la cuenca del Mediterráneo, el área donde nació la Civilización Occidental, y su sustitución por regímenes autoritarios de tipo monárquico, que se mantendrían en el poder durante casi dos mil años. Y desempeñó en ese proceso un papel tan crucial como poco reconocido.
Para presentar al personaje, basta decir que estamos hablando del primer extranjero que consiguió la ciudadanía romana no solo para él, sino para toda su familia, y el primer no nacido romano en alcanzar el puesto de cónsul. Un verdadero hito y un escándalo en su época.
Fue consejero y hombre de confianza primero de Pompeyo y luego de César, mullidor reconocido del Primer Triunvirato, y el hombre que apoyó a Octavio Augusto tras la muerte de César, cuando nadie creía que sobreviviría tan siquiera unos días a su mentor, financiándolo y pergeñando la complicada red de alianzas, incluido el Segundo Triunvirato (todos los grandes personajes de la política romana estaban endeudados hasta el cuello, la gran mayoría con él), que le permitirían escalar hasta la cima del poder absoluto.
Este artículo y el próximo, que espero sean los primeros de una pequeña serie, recogen el contenido de un trabajo que publiqué en su día en la desaparecida revista digital “Stilus”, y en ellos tratare de exponer sus orígenes y los primeros pasos que dio en la política romana.
Su relevancia no pasó desapercibida a los coetáneos ni a los historiadores romanos posteriores. Es uno de los personajes más nombrados por Cicerón. Tanto Plinio como Plutarco y Polión resaltan su papel (este último exponiendo una imagen absolutamente negativa del gaditano). Sin embargo, la historiografía (a excepción de unos pocos estudios honrosos) ha dejado caer en el olvido la vida de este hombre oscuro y extraordinario, cuyos inicios están ligados al sur de Hispania.
Orígenes fenicios
La familia de Balbo pertenecía a la élite política y comercial de la colonia fenicia de Gades, por lo cual es lógico atribuirle este origen. La ciudad estuvo en la órbita de Cartago desde que las fuerzas púnicas desembarcaron en la Península, desempeñando las funciones de capital del territorio hasta que Asdrúbal fundó Cartagonova.
Durante la Segunda Guerra Púnica los sucesivos reveses sufridos por la potencia africana hicieron a los gaditanos replantearse su política de alianzas. En 205 a. C., esperaron a que la flota de Magón saliese del puerto para pasarse a los romanos. El acuerdo firmado con Escipión nunca fue completamente refrendado por Roma, lo cual era lógico motivo de inquietud para los habitantes de la ciudad. Por lo que sabemos los Balbos desempeñaban funciones religiosas en el templo de Hércules-Melkart, forma fenicia del tradicional dios asiático Baal. Este dios era adorado en Cartago como Baal-Hammon y aparecía ligado a la mayoría de los grandes personajes de aquella ciudad. Así “Aníbal” procede de Hanni-baal, el que goza del favor de Baal. En los templos de la Antigüedad, ante los dioses, se firmaban acuerdos comerciales, se decidían pleitos e incluso se guardaban mercancías, lo que aproximaba estas instituciones a unas lonjas de contratación sacralizadas. El sacerdocio, lógicamente, otorgaba una gran preeminencia política y económica.
También puede que se refiera a un defecto del habla y la pronunciación. No en vano, balbus es una voz latina para designar a las personas que tartamudean o hablan de forma vacilante, a las que no se les entiende, origen del actual ‘balbucear’. En este caso podía ser debido, quizás, a su acento extranjero o a algún otro problema de dicción. Y, de hecho, varios indicios apuntan en esa dirección. En una carta a Papiro Peto, Cicerón le narra lo agradecido que Balbo se había mostrado por que le hubiera invitado a una celebración y «no despreciara a los que hablan con deficiencias a favor de los elocuentes» (Cicerón, Ad familiares, 194, IX 19). Asimismo, en una de sus cartas, Ático (Ad Atticum, 239, XII 3) llama peyorativamente σκέψαι, a una persona que parece ser Balbo. Esta expresión griega se refiere a las personas a quienes no se les entiende al hablar, tanto por ser extranjeros (como lo era Balbo para el elitista y provinciano Cicerón) como por tener problemas de pronunciación. Estos indicios hacen pensar que la familia gaditana escogiese para sí, con cierta ironía y aplomo, un nombre ya romano que se les adaptaba en más de un aspecto.
Un honor inusitado
En el año 80 a. C. Quinto Sertorio llega a Hispania e inicia una guerra contra las fuerzas fieles al dictador Sila que durará casi una década. La ciudad de Gades se mantiene fiel al gobierno de Roma, tras negociar en el 78 a. C. la renovación del pacto con Escipión, aunque esta vez tampoco consiguió una ratificación oficial, ya que el documento no fue presentado para su aprobación ante el pueblo en Roma.
Al poco de firmarse el tratado, el joven Balbo se une a las fuerzas senatoriales y colabora estrechamente con todos los grandes comandantes de ese bando: Metelo, Memio y el propio Pompeyo. Cuando este llega a Hispania, en el 76, pasa a su servicio y establece con él una estrecha amistad que allana el camino para que Balbo logre la ciudadanía romana.
No solo él se beneficia del honor, sino también su hermano, su padre, su sobrino... De una sola vez toda la familia logra el ansiado estatus, algo que no consta que se hubiera realizado antes.
Conceder la ciudadanía no era algo extraordinario. Cicerón cita varios casos en su “Pro Balbo”. Sin embargo, siempre era a título individual, a magistrados o a soldados que habían realizado alguna gesta heroica. Un honor tan singular como el recibido por Balbo sólo vuelve a repetirse con Séleukos de Rhosos, en la época de Augusto, que “sirvió en el ejército y en la flota”, participando como “navarca” (comandante naval) en la guerra contra Antonio.
Pero, ¿qué hizo Balbo para conseguir el ascenso social? No lo dice nadie. Ningún historiador clásico lo menciona. No sabemos de ningún contingente militar gaditano que pudiera comandar, de ninguna gesta heroica en la que tomara parte. Cicerón evita el tema en su alegato en defensa de esa concesión, escudándose en el buen criterio de Pompeyo, recordando que formó parte del Estado Mayor de Metelo y de Memio y mencionando de pasada que la ciudad de Gades «aportó suministros al ejército», algo generalmente aceptado como causa de ese honor, pese a carecer de toda lógica. Roma nunca anduvo realmente necesitada de vituallas en Hispania: Metelo vivía como un sátrapa y se esforzaba por que sus hombres no carecieran de nada para que no se pasasen a Sertorio; si necesitaba algo, lo tomaba.
Otra posibilidad es que los Balbos compraran a Pompeyo la ciudadanía. Es factible, a tenor de las quejas del general por los gastos que le suponía mantener su ejército privado en Hispania. Con todo, estas palabras iban destinadas al Senado para obtener fondos, por lo que la hipótesis pierde apoyos. Los Balbos podían ser gente importante a escala local, pero su fortuna, en aquella época, no sería nada para uno de los amos del mundo. Además, si la situación realmente hubiera empujado a Pompeyo a vender la ciudadanía, ¿por qué la de Balbo tuvo un carácter extraordinario?
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