Marco Manlio Capitolino, o los peligros de ser un héroe I



En este tiempo en que vivimos, cuando incluso ser post-moderno esta anticuado, los superhéroes han dejado de ser tipos simplotes, encantados de sacrificar su existencia para ayudar a una modélica ciudadanía que agradece su desinteresado esfuerzo besando el suelo que pisan (o sobrevuelan), para convertirse en personajes oscuros, torturados por dudas metafísicas, a los que sus convecinos miran con una mal disimulada desconfianza cuando no con abierta hostilidad. (Quien se habrá creído, aquí el de la capita, que es. Así, con super-poderes, cualquiera. Menudo fantasmón anda hecho el andoba. Y hay que ver la que lía cada vez que se pone a ayudar a alguien, o lo que sea que haga de verdad, que no me fio yo un pelo, tanta bondad y tanto musculito atiborrado de esteroides).

Pero esto, como casi nada, no es nuevo. Si los españoles procuramos enterrar a nuestros héroes primero en fosas comunes y luego en el olvido, los ingleses tras amargarles la vida levantan grandes monumentos en su honor… después de muertos, y los yanquis tergiversan de tal forma sus hazañas que terminan fagocitados por sus personajes cinematográficos; los griegos y los romanos, civilizados, democráticos y amantes de las leyes, preferían inventarse cargos en su contra y someterlos a humillantes procesos judiciales, dando así a sus resentidos conciudadanos la oportunidad de descargar toda la envidia y el rencor acumulado en contra de sus salvadores, que en el mejor de los casos terminaban abandonado su patria… y en el peor este mundo. Ya lo decía mi padre: "No puede odiarme tanto, no le he hecho ningún favor".Milcíades, Temístocles, Pausanias, Coriolano o Escipión, son solo alguno de los ejemplos más notorios de esta extendidísima afición de nuestros antepasados clásicos.Y, aunque menos conocido, especialmente paradigmático resulta el caso de Marco Manlio Capitolino.


Marco entró en la historia de la mano de unos musculosos muchachotes procedentes del norte, los galos, que allá por el año 387 a. C. se dieron un paseo hasta el foro romano. Pero antes de llegar a este baño de humildad para la futura ciudad imperial, es preciso recapitular un poco. En el año 396 a. C. Roma está en su mejor momento. Tras décadas de lucha contra su vecina, la poderosa ciudad etrusca de Veyes, Marco Furio Camilo ha conseguido conquistarla. Sus habitantes son vendidos como esclavos y su territorio anexionado a Roma. Era el mayor botín que esta había logrado jamás, y, naturalmente, su reparto puso al descubierto lo peor de sus ciudadanos y de su sistema político. Por un lado los plebeyos pedían que las tierras fueran sorteadas entre el pueblo y que nuevos colonos se establecieran en sus desiertas calles; por otro los patricios propugnaban que su territorio fuera agregado al ager publicus para ser luego arrendado, de forma que sus beneficios fueran a parar al estado, es decir, a todos los ciudadanos. Ambas ideas parecían buenas, y ambas tenían sus inconvenientes. Los patricios alegaban que si se permitía que se estableciesen colonos en la ciudad conquistada, estos, separados del conjunto de sus conciudadanos, no tardarían en adquirir identidad propia, y más pronto que tarde una nueva rival resurgiría a las puertas de Roma. Los plebeyos, por el contrario, argüían que si las tierras eran retenidas por el estado, los senadores controlarían su adjudicación, y se dedicarían a repartírselas entre ellos a cambio de alquileres ridículos, como ya estaban haciendo con el resto del ager publicus. La razón solo es única e indiscutible en los discursos de los presidentes de Estados Unidos.

"El Triunfo de Camilo" Francsco Salviati.

Camilo se alineó sin fisuras con los patricios, provocando con ello la inquina de la plebe. Fue, además, el primer general en celebrar un triunfo subido a una cuadriga y con la cara pintada de rojo, inusitada novedad que le valió las más severas críticas, en especial de sus colegas tradicionalistas. Poco después fue acusado de malversación al repartir el botín de Veyes y, tras comprobar que carecía de apoyos, ya que todos los que ayer le aclamaban se morían en realidad de ganas de lanzarlo desde la roca Tarpeya, puso pies en polvorosa, lo cual no evitó que fuera condenado en ausencia. Ya os lo hemos dicho, nada tan greco-romano como un juicio popular contra sus salvadores. La ciudad victoriosa, aparentemente sin enemigos de entidad por los que preocuparse, no creyó necesitar más héroes. Peso se equivocaba.

Los galos senones descendieron desde el norte arrasando Etruria. El ejército romano, bajo el mando de los populistas incompetentes que habían sucedido a Camilo, fue aniquilado en Alia. Roma quedó indefensa frente a los invasores. La mayoría de las tropas sobrevivientes se refugió tras las murallas de Veyes, dando por perdida Roma, a la que no se molestaron en enviar siquiera un mensajero. Solo un puñado de soldados regresó para defender la ciudad, pero eran tan pocos que tuvieron que refugiarse en el Capitolio, dejando el resto a merced del enemigo. Por suerte, los galos, temiendo que las murallas desguarnecidas y las puertas abiertas ocultaran una trampa, decidieron esperar hasta haber reagrupado sus fuerzas antes de entrar. Eso dio tiempo a sus habitantes para organizarse. Los escasos hombres en edad de combatir se fortificaron en la colina capitolina, dispuestos a defender el corazón de la ciudad y el hogar de sus dioses. Las mujeres y los niños —salvo un puñado que optaron por permanecer junto a los hombres— huyeron al campo, y con el tiempo la gran mayoría terminaría en Veyes. Los viejos, para no ser una carga, decidieron permanecer en sus casas, esperando serenamente a los invasores.

"El Botín de Breno" Paul Jamin

Al alba estos entraron en la ciudad, y recorrieron inquietos sus calles desiertas, en las que solo se podía ver a los impasibles ancianos sentados en sus pórticos. Durante un tiempo no hicieron nada, estupefactos ante el espectáculo, hasta que su jefe, Breno, se hizo cargo de la situación y ordenó cercar el Capitolio. Luego, para convencer a sus ocupantes de que se rindieran, empezó a incendiar algunas zonas de la ciudad y a ejecutar a quienes habían permanecido en ella. Desde su atalaya, los defensores pudieron contemplar como sus casas eran destruidas y sus padres asesinados. Pero no se doblegaron. El incendió se descontroló y la ciudad ardió por completo. Los galos se vieron obligados a acampar ahora entre sus ruinas calcinadas, que ya no podían ofrecerles ni cobijo ni provisiones. A partir de aquí, era una prueba de resistencia.

A los sitiados se les iban acabando los alimentos, pero a sus sitiadores también. Acuciados por el hambre, enviaron partidas de guerreros para que recorrieran los alrededores en busca de comida. Y entonces entró en escena el exiliado Camilo. Este consiguió convencer a las ciudades vecinas para que se enfrentaran a los galos ahora, antes de que, tras acabar con la resistencia en Roma, marcharan sobre ellos. Las partidas de forrajeadores fueran sistemáticamente exterminadas, de forma que, al final, la situación del ejército de Breno era tan desesperada como la de la propia guarnición del Capitolio. No tenían más remedio que pasar al ataque. Un asalto anterior había terminado en un completo desastre, pese a que los galos actuaron de forma muy ordenada, recurriendo incluso a la famosa formación de “Tortuga”, copiada luego por los romanos. Decidieron, por tanto, cambiar de táctica, y prepararon una autentica acción de “comando”. Habían descubierto una zona poco vigilada por lo escarpado, pero no difícil de escalar, ya que era incluso utilizada por los sitiados para enviar y recibir mensajeros del exterior, y por allí mandaron a un grupo escogido de guerreros. Tito Livio  nos lo cuenta así: «…pasándose las armas cuando había algún paso difícil, apoyándose unos en otros , aupándose por turnos o tirando, según lo exigía la naturaleza del terreno, llegaron a la cima en tan profundo silencio que no solo burlaron a los centinelas, sino que ni siquiera despertaron a los perros.»


A quienes sí despertaron fue a los gansos sagrados del templo de Juno, los cuales, asustados, empezaron a aletear y graznar. Pese a ello los centinelas no reaccionaron, indiferentes a las tonterías de aquel grupo de pajarracos que, por muy consagrados que estuvieran, probablemente muchos llevaban tiempo deseando arrojar a la cazuela. Por suerte un joven patricio, Marco Manlio Capitolino, despertado por los graznidos, tomó las armas y corrió a ver qué sucedía. Al llegar al borde del precipicio se encontró solo frente a los primeros guerreros galos, que ya habían alcanzado la cima. Lejos de arredrase, cargó contra ellos mientras lanzaba la voz de alarma. Empujó al primero con su escudo, arrojándolo al vacío y haciendo que arrastrase con él a quienes le seguían. Luego continúo luchando para impedir que más invasores culminaran la escalada, hasta la llegada de los refuerzos que pusieron definitivamente en fuga a los asaltantes. Marco había sido el único en percibir el peligro, había luchado cuerpo a cuerpo, solo, contra los invasores, manteniéndolos a raya hasta que el resto del ejercito llegó para ayudarle, salvando así la vida de todos sus compañeros y a la propia Roma ¿Puede haber algo más genuinamente heroico que eso? Como héroe lo reconocieron y honraron. Fue su día de gloria.

Entre tanto, los refugiados en Veyes, cuya única contribución a la lucha hasta el momento había sido pelearse con sus vecinos etruscos, decidieron ponerse en contacto con el Senado sitiado en el Capitolio y con el exiliado Camilo, el único que había demostrado ser capaz de enfrentarse con éxito a los invasores. Le ofrecieron el perdón y la dictadura, pero este, escarmentado por la experiencia anterior, puso condiciones para salvaguardar su posición y su seguridad, que fueron inmediatamente aceptadas. Los romanos tenían, por fin, un líder eficaz, mientras que los desmoralizados galos, además del hambre, sufrían ahora el devastador efecto de una epidemia que asolaba su campamento. Aceptaron, por tanto, establecer conversaciones de paz. Se acordó que abandonarían el asedio a cambio de mil libras de oro. La suma era elevada, aunque asumible, pero sobre todo suponía una humillación para Roma, que por primera vez reconocía oficialmente su derrota frente a un enemigo.


Y aquí empieza la leyenda. Según nos cuenta Livio, los galos amañaron las balanzas donde se pesaba el oro y, cuando los representantes romanos se quejaron, Breno colocó su espada sobre el plato, pronunciando su famosa frase: Vae victis!, “¡Ay de los vencidos!” En medio de la trifulca, Marco Furio Camilo irrumpe en la escena junto con un ejército —no es avistado a lo lejos y se interrumpen las negociaciones, aparece directamente en el lugar— y pronuncia otra frase lapidaria: “La patria se libera con hierro, no con oro”. A continuación ataca a los galos, los derrota y salva el honor de Roma. Para justificar el sacrilegio de romper un tratado se recurre a que había sido acordado por el Senado cuando Camilo ya había sido nombrado dictador, por lo tanto carecía de validez al no haber sido ratificado por este, y a que los propios galos lo habían roto al falsear los pesos. Muy pocos historiadores dan crédito a semejante relato, ni siquiera los propios romanos, ya que solo aparece recogido en dos fuentes, Tito Livio y Plutarco, que copia casi palabra por palabra el relato de aquel. Pero como decía Julio Cesar: “Los hombres creen fácilmente lo que desean”.


Dado que Roma había sido arrasada, buena parte de la población era partidaria de establecerse en la vecina e intacta Veyes, donde, de todas formas, llevaban viviendo desde hacía meses. Camilo logró impedirlo, rogando al pueblo que no abandonasen el solar de sus antepasados ni la tierra que para ellos habían escogido los dioses, y se convirtió en el principal impulsor de la reconstrucción de la ciudad. Como el estado estaba en bancarrota, cada ciudadano debía hacer frente a los gastos de reconstrucción de su propia vivienda, y aquellos que carecían de los fondos necesarios, es decir, la inmensa mayoría, tuvieron que pedir dinero prestado a los ricos. Esto daría origen a un nuevo drama.

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