La Caza de Brujas: quema o serás quemado


Paseando por internet he encontrado múltiples referencias a la “Caza de Brujas” aplicadas a diversos acontecimientos de actualidad. En algunas, incluso, se hacía mención al origen histórico del término, si bien de forma bastante singular. Desde quien se remitía a “Lo que ocurrió en Hollywood por culpa del general McArtur [sic]” hasta el que habla de “La quema de miles de brujas por la inquisición española”. Así que voy a tratar de explicar en qué consistió, de verdad, la Caza de Brujas. 

Siempre ha existido, desde el Mundo Clásico a la actualidad, en Europa y en otros continentes, fascinación por brujas y hechiceros. Leyendas en las que se mezclan por igual el temor, la admiración y el odio. Pero no fue hasta la transición de la Edad Media al Renacimiento cuando se desató el brutal periodo de linchamientos públicos, continuados y masivos, de sospechosos de brujería, centrado en las mujeres, que duró más de dos siglos y fue conocido como la “Caza de Brujas”. Los responsables de iniciarlo fueron tres: un papa ambicioso, Inocencio VIII; un fraile sádico, misógino y embustero, Heinrich Kramer; y un nuevo invento que dio origen a eso que hemos llamado “la comunicación de masas”, la imprenta.

Empecemos por el papa, que por algo es su santidad. Inocencio VIII, Giovanny Cybo antes de ocupar el trono de San Pedro, demostró desde muy joven una ambición solo comparable a su falta de escrúpulos, justo las cualidades adecuadas para alcanzar el poder. Una vez en el solio pontificio su primera medida fue llamar a los príncipes cristianos a la guerra santa contra el turco infiel, pero estos resultaron ser un tanto duros de oído, escarmentados tras el resultado de las cruzadas anteriores. Frustrado en su ambición de convertirse en líder no solo espiritual sino también militar y político de la cristiandad, y con las arcas vacías a consecuencia del continuo dispendio de la corte de Roma que ni siquiera la venta masiva de cargos e indulgencias conseguía cubrir, decidió revitalizar la languideciente inquisición, una organización que podía aportarle el poder político que buscaba y los fondos que necesitaba (la inquisición se quedaba con los bienes de los condenados). Pero para lograrlo era preciso encontrar un enemigo que justificase su reforzamiento. En España era sencillo, solo tenía que ponerla a perseguir moros y judíos, pero… ¿y en Europa? Los demás reyes europeos no demostraron ningún interés en imitar a la católica reina Isabel y prescindir de sus comerciantes, banqueros y consejeros judíos, y la eficacia exterminadora de sus predecesores había acabado con, prácticamente, todas las herejías. ¿Cuál podía ser, pues, ese temible enemigo? La ansiada solución a este problema se la aportó un completo psicópata: Heinrich Kramer.


Mi tocayo, apodado “Enrique el inquisidor”, era un hombre de origen humilde, nacido en Alsacia, que ingresó siendo un niño en la Orden Dominica, conocida por su rigorismo en el cumplimiento de los dogmas y preceptos cristianos. No demasiado brillante, aunque sí muy metódico y trabajador, era también un apasionado orador, por lo que fue nombrado prior de la casa dominica en su ciudad natal, Sélestat. Sintiéndose llamado a un destino más importante solicitó, y obtuvo, el puesto de inquisidor para Tirol, Salzburgo, Bohemia y Moravia, un cargo sin demasiada trascendencia en aquel momento. Coincidiendo con el nombramiento recibió su ansiado título en teología. Tras asistir en Trento al juicio contra unos judíos, reorientó su actividad hacia la persecución de la brujería. En la primera sentencia de la que tenemos noticias, en Ravensburg, envió a dos supuestas brujas a la hoguera. Aunque en ese momento nadie lo sospechara, aquellas dos pobres mujeres iban a ser solo las primeras de decenas de miles. Entusiasmado por su éxito emprendió numerosos procesos, todos con el mismo final, pero, molesto por lo que consideraba falta de compromiso con su cruzada contra las siervas del maligno de la jerarquía eclesiástica, escribió una carta al papa solicitando su ayuda. Y así nuestros dos protagonistas se pusieron en contacto. Inocencio encontró en aquella misiva el enemigo perfecto para justificar la revitalización de la inquisición. Un enemigo omnipresente en todos los países, un enemigo aterrador y, sobre todo, un enemigo imaginario y, por tanto, incapaz de defenderse.


En 1484 publicó la bula Summis desiderantes affectibus, el primer reconocimiento oficial en toda la historia de la iglesia de la existencia de brujas y magos. Un texto que no solo modificaba la doctrina anterior, sino que, directamente, la contradecía. Hasta ese momento la Iglesia había negado tajantemente la existencia de brujas, magos o hechiceros, considerando la creencia en ellos contraria a la fe y propia de paganos. Eso no quiere decir que no quemaran a la gente por brujería, al contrario, pero lo hacían no por ser brujos, sino por creer que lo eran o hacerse pasar por ellos, algo que los delataba como paganos. A partir de ese momento ya no será así, y se procederá a detener, torturar,  quemar viva y confiscar sus bienes a cualquier persona sospechosa de brujería. 

“Con nuestros mejores deseos” son las primeras palabras de esta bula y las que dan nombre a la misma. Siguiendo las indicaciones de Kramer, a las brujas se las acusa de provocar abortos, tanto en humanos como en animales, arruinar cosechas, incitar a la lujuria, tener trato carnal con el diablo, provocar en los hombres impotencia sexual…


Con el respaldo de la Santa Sede y la bula bajo el brazo, “Enrique el Inquisidor” se desató, multiplicando los procesos y las condenas, hasta que el obispo de la ciudad de Bressanove, Geor Golser, alertado por muchos de los más prominentes ciudadanos de su diócesis, decidió enviar una comisión para investigar sus actividades. Las conclusiones fueron demoledoras. Kramer ignoraba todos los procedimientos legales tanto laicos como eclesiásticos, las mujeres eran sometidas a tormentos brutales de carácter sexual, y también sobre depravaciones sexuales se centraban los interrogatorios. En la opinión de investigadores y testigos, Kramer era un pervertido y un sádico. A la vista de eso, y aún a riesgo de enfrentarse con el Papa, Golser ordenó suspender los juicios, liberar a todas las acusadas y a Kramer se le pidió que abandonara el país.

Hay que tener en cuenta que estos acontecimientos se desarrollaron en un periodo de libertad sexual como no se volvió a ver en Europa hasta las décadas de la segunda mitad del siglo XX anteriores al sida. La iglesia consideraba los “pecados de la carne” algo de menor importancia, que se solucionaban con unos Padrenuestros o, todo lo más y si el pecador se lo podía permitir, comprando una indulgencia. Los palacios, las iglesias, las casas de los ricos mercaderes y hasta el propio Vaticano se llenaron de extraordinarias pinturas y esculturas de hombres y mujeres desnudos. La literatura produjo obras eróticas sublimes… Y es siempre en estos ambientes de libertad, de oportunidad, donde algunos de aquellos que no logran relacionarse con el otro sexo de acuerdo con sus expectativas ven una justificación fácil en culparlo de sus frustraciones. Y dado que nuestras expectativas siempre superarán a la prosaica realidad, no tardan en encontrar múltiples seguidores, sobre todo si, como en este caso, cuentan con el respaldo del poder, abundantes recursos económicos y medios para extender su mensaje. 


Kramer, lejos de desanimarse, contraatacó publicando Malleus Maleficarum, “El Martillo de las brujas”, un demencial tratado que rezuma obsesiones sexuales y misoginia. Se suponía escrito al alimón por Kramer y Jacques Sprenger, otro inquisidor dominico, pero el papel de este último es muy controvertido. Sprenger era un conocido erudito, decano de teología de la Facultad de Colonia, y preocupado por temas esotéricos y de brujería desde un punto de vista más teórico. Una opinión muy extendida en la actualidad es que Sprenger pudo servir a Kramer como fuente, ayudándolo a resolver sus dudas y aportándole el bagaje cultural que le faltaba. Este decidió añadirlo como coautor para dar respetabilidad a su libro. Por el mismo motivo incluyó también la supuesta firma de todos los doctores de teología de la Universidad de Colonia, que no solo respaldaban el texto, si no que arremetían contra aquellos “Predicadores de la Palabra de Dios que no sienten vergüenza en afirmar en sus sermones que las brujas y hechiceras no existen”, anticipando así lo que iba a ser la nueva táctica de Kramer.


Esta aprobación era falsa, el claustro de la universidad había rechazado el libro y cuando se publicó muchos de los doctores protestaron, pero su extraordinario éxito y la oleada de histeria colectiva que desató los hicieron recular ante el miedo a ser señalados por las masas. Así, los intelectuales, en quienes recaía la responsabilidad de defender la razón contra aquella locura colectiva, fueron los primeros en plegarse, en mirar para otro lado, cuando no en sumarse a la corriente ganadora con el fin de obtener beneficios, traicionando los principios que decían defender. Porque Kramer, ahora, acusaba a todos los que rechazaban sus delirios, señalándolos como herejes y cómplices de las brujas. Cuando los primeros fueron llevados a la hoguera, las voces críticas se extinguieron y solo la versión de Kramer llegó hasta el público.

Pero, ¿cómo fue posible el inmenso y rapidísimo éxito de semejante montón de disparates? Apenas unas décadas antes Gutenberg había inventado la imprenta, posibilitando la producción de libros en grandes cantidades y a precios relativamente asequibles, iniciando la era de lo que se ha llamado la Comunicación de Masas. El Martillo de las Brujas, una vez impreso fue un éxito de ventas inmediato, el primer y auténtico bestseller, reeditado una y otra vez durante más de dos siglos. No es necesario explicar los motivos del interés del público en un texto lleno de sexo, perversiones y violencia, pero sí la forma en que llegó su contenido tan rápidamente a una población en su inmensa mayoría analfabeta.


Cuando hablamos de la iglesia en la Edad Media y Moderna pensamos en los lujos y riquezas que rodeaban a sus altos cargos, pero eso no tenía nada que ver con la vida de la inmensa mayoría de sacerdotes. Si tenían suerte, lograban que se les asignase una parroquia y debían vivir de los ingresos que obtuvieran de ella, sin esperar ninguna ayuda de la jerarquía eclesial. Es más, ellos debían contribuir al mantenimiento de esa jerarquía, recaudando diezmos y otras tasas eclesiásticas. Vivían de las limosnas, de las donaciones en vida o testamentarias, de los entierros y otras ceremonias y de los encargos de misas y oraciones por la salvación de las ánimas de los difuntos en el purgatorio. Cuanta más gente atrajeran con sus sermones mayores serían sus ingresos, ya que el resto de la liturgia se celebraba en latín, incluida la lectura de la Biblia, un idioma que ellos apenas comprendían y sus feligreses en absoluto. Aquellos que adquirieron el libro y sustituyeron sus esforzadas prédicas por la lectura de algunas de sus páginas más “jugosas”, no tardaron en ver sus iglesias abarrotadas y el cepillo rebosante de limosnas. De inmediato muchos otros los imitaron, e incluso los que no podían permitirse comprarlo copiaban a mano las partes que les parecían más interesantes para reproducirlas desde sus púlpitos. Por el contrario, ¿qué pasaba con aquellos que porfiaban en resistirse a actuar como altavoces del delirio? Los feligreses se iban, sus cepillos quedaban vacíos. Eso si no les sucedía nada peor. El propio Martillo de las Brujas alertaba contra “aquellos que en sus sermones tienen la desvergüenza de afirmar que las brujas no existen”.


Porque el libro logra trasmitir una sensación de emergencia. No hay peor crimen que la brujería, en ningún momento ha existido tanta brujería como en el actual y son, por tanto, necesarias medidas extraordinarias para hacerle frente. Todo el que lo cuestione es un siervo del maligno. La histeria colectiva desencadenó una oleada de linchamientos. Bastaba con que alguien fuera acusado de brujería para que las turbas se lanzaran a por él. Las víctimas eran sacadas de sus casas, arrastradas por las calles, vejadas y asesinadas. Quienes se negaban a participar se exponían a ser los siguientes. Por convicción o por miedo, la inmensa mayoría de la población se lanzó a la “Caza de Brujas”. Y, como los humanos tendemos a justificar siempre nuestros actos y no nos gusta reconocernos como asesinos ni cobardes, aquellos que, en un principio, participaban solo por temor, no tardaron en convencerse a sí mismo de lo apropiado de su forma de proceder.

Malvada bruja pervirtiendo a inocente varón.

Las víctimas eran, prácticamente siempre, mujeres. Kramer explicaba en sus libros que estas, por ser débiles y propensas al engaño y la mentira, eran el instrumento favorito del diablo. Están dominadas por tres vicios, la falsedad, la ambición y la lujuria. Y de los tres, este último era el peor. Su apetito sexual es insaciable y con él corrompen a los fuertes y justos varones. No se debía creer, por tanto, en nada de lo que dijeran, y toda acusación desembocaba, casi inexorablemente, en una hoguera. Tampoco aquellas que tenían la “suerte” de ser llevadas ante un tribunal, ya fuera civil o religioso, tenían la menor posibilidad. Pocos o ningún juez se atrevía a fallar contra el parecer de las masas. Incluso muchas mujeres, sobre todo adolescentes que acababan de alcanzar la pubertad, confusas ante sus primeros sueños y fantasías eróticas que, contagiadas por la paranoia colectiva, no dudaban en atribuir al Maligno, se acusaron a sí mismas y a aquellas conocidas que estaban atravesando por la misma situación.


Esto no era en absoluto lo que la iglesia había pretendido. El objetivo de la bula papal era reforzar el papel de la inquisición como su brazo policial y judicial, no relegarla a espectador impotente de un gigantesco movimiento popular. En 1490, apenas tres años después de su publicación, el libro fue condenado por el Vaticano, pero el daño ya estaba hecho. Muchos sacerdotes se negaron a dejar de utilizarlo, dados los buenos resultados que les estaba produciendo, con lo cual la estructura de la Iglesia, en lugar de reforzarse, se debilitó. Además, ya eran millones los implicados en la Caza de Brujas. Las persecuciones no cesaron, al contrario, solo que la iglesia quedó al margen e, incluso, algunos empezaron a verla como cómplice. ¿No era la lujuria el instrumento del diablo? ¿Y no estaban entregados a ella los prelados y hasta los mismos papas? ¿No tenían amantes? ¿No estaban sus palacios repletos de representaciones “artísticas” de sensuales cuerpos de hombres y mujeres desnudos?

En este ambiente clavó en 1517 Lutero sus famosas Noventa y Cinco Tesis en la puerta de la Iglesia de Wittenber, dando origen a la reforma protestante. Las estructuras religiosas se desmoronaron mientras el Martillo de las Brujas se reeditaba una y otra vez. La Caza de Brujas llegó a su apogeo. Nadie sabe cuántas mujeres fueron torturadas y asesinadas en los nada menos que dos siglos que duró el fenómeno. Como la mayoría perecieron a manos de turbas formadas por sus propios vecinos, sus muertes no quedaron registradas.

Los más moderados, basándose en esos registros, hablan de sesenta mil, algunos estudios que utilizan la extrapolación de datos elevan esa cifra hasta los cinco millones. En los territorios católicos la persecución nunca fue tan intensa como en los protestantes, y en España, contra lo que muchos creen, la Inquisición, que sí había llegado a convertirse en el todopoderoso instrumento con el que soñó Inocencio VIII, escarmentada por lo sucedido en Alemania, se ocupó de frenar los pocos casos que se dieron, sobre todo en zonas fronterizas y por contagio de la paranoia dominante en Europa.

Una de las consecuencias más profundas y duraderas de la persecución de las brujas fue la implantación de una moral absurdamente restrictiva en materia sexual. La Reforma protestante hizo suyas las ideas sexuales de Kramer, en parte para diferenciarse de la “libertina” Iglesia Católica, y en parte para atraerse a los millones de seguidores del Martillo de las Brujas. Y la propia Iglesia, a través de la Contrarreforma, las asumió, eliminando de sus lugares de culto cualquier representación que pudiera considerarse “carnal”, llegando a destruir esculturas o a tapar los cuerpos desnudos de las pinturas con ridículos ropajes.

Figura de la Capilla Sixtina antes y después del Concilio de Trento.

Hasta entonces, el sexo, al igual que cualquier otra actividad humana, estaba regulado por una serie de costumbres, normas e incluso tabúes que variaban según cada cultura, pero no era considerado algo intrínsecamente malvado. Por poner un paralelismo con otra necesidad fisiológica, la alimentación, casi todas las culturas tienen normas y tabúes alimentarios, hay alimentos aceptados y otros socialmente rechazados (el cerdo, las ratas, los insectos, las vacas…). La gula pudo ser considerada antes un pecado y ahora una “disfunción alimentaria”, pero nadie afirma que comer, en sí, sea una abominación. Y lo mismo sucedía con el sexo. Gracias a que millones de personas creyeron firmemente en los delirios de Kramer, el sexo pasó a ser un acto aborrecible per se, no determinadas prácticas, sino el sexo en sí, por ser la puerta que usaba el diablo para corromper las almas humanas. Y no solo practicarlo, el simple hecho de pensar en él era ya una grave ofensa a Dios. Durante siglos, pastores y sacerdotes enseñarían a sus feligreses, desde la más tierna infancia, a sentirse culpables por tener instintos naturales, algo que jamás había sucedido hasta entonces. Sesudos doctores, en nombre de la ciencia, convencerían a generaciones de europeos de que cosas tan naturales como la masturbación producían todo tipo de trastornos físicos e incluso psicológicos, o que las enfermedades venéreas eran un castigo a la depravación. Y cuando Europa extendió su dominio por el mundo, también lo hicieron sus nuevos tabúes culturales. 

No quiero terminar sin recordar que descendemos de los linchadores de brujas. Y si no somos conscientes de ello, si no decidimos ponerle freno, siempre estaremos dispuestos a quemar al que sea diferente, al que se separe del rebaño, a quien no vaya a la manifestación, a quien cuestione a esa masa en la que nos sentimos tan fuertes, tan cómodos, tan seguros. Aunque sea virtualmente, socialmente, si no nos dan la oportunidad de llevarlo a una hoguera física.

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