¡Salud, querido! Mujeres y veneno en la Antigua Roma I


Ya sabemos que estos días estáis todos disfrutando de las opíparas comilonas preparadas por mamá para celebrar tan señaladas fiestas. Por eso, aprovechando lo felices y relajados que os encontráis mientras tratáis de encontrar las fuerzas necesarias para mover la barriga del sofá, vamos a dar comienzo a una pequeña seria de artículos de nuestra Crónica Negra de la Roma Clásica centrados, justamente, en adorables matronas envenenadoras.

Para ayudaros a hacer la digestión.

En Sumahistoria somos así de majos.

Y es que, más allá de la Famosa Locusta y su espectacular y tan poco navideño final, en la vieja Roma hubo una arraigada tradición de usar el veneno para lograr que pasara a mejor vida, o eso esperaban, quienes te estorbaran… y, con más certeza, quien les suministraba la pócima y se libraba así de tan molestos obstáculos para sus planes. ¡Cuántos rivales amorosos, comerciales, políticos… cuántos amados parientes que se resistían a sumir de una maldita vez en el duelo a sus desconsolados herederos, dejaron, por fin, de tocar las narices después de un buen trago o un sabroso bocado! 

Aunque sin duda no fueron las únicas, los romanos veían el veneno como un arma típicamente femenina. Ellos, al parecer, consideraban mucho más viril usar la puñalada trapera por la espalda para solucionar sus asuntos, como bien pudo comprobar el bueno de César.

Bien, pues una vez terminada esta amena introducción, vamos a empezar por uno de los casos relativamente más conocidos.

Según nos cuenta Tito Livio, en el año 331 antes de Cristo una misteriosa plaga asolaba la ciudad de Roma. Una plaga con una particularidad bastante singular; solo afectaba a los ciudadanos principales, que iban muriéndose uno tras otro y con los mismos síntomas. Nadie encontraba la cura del mal misterioso, hasta que una esclava acudió a ver al edil curul Quinto Fabio Máximo, asegurándole que ella desvelaría la causa de la calamidad pública si le prometía que su delación no iba a acarrearle inconvenientes. Es decir, si le garantizaba la impunidad. Muy moderno todo.

Fabio que, a fin de cuentas, era un político, hizo lo que estos siempre han hecho y siempre harán; tratar de endosarle el espinoso asunto a otro, en este caso a los cónsules. Los ilustres magistrados, que también eran políticos, declinaron a su vez la responsabilidad y convocaron de urgencia al senado, y solo con el acuerdo de todo este estamento se da a la denunciante las garantías que solicitaba.

Los crímenes, lo he repetido muchas veces, son, prácticamente, la única ventana que nos abren los libros de historia a la vida de la gente corriente, por eso creo que es tan importante estudiarlos. De lo que hemos narrado hasta aquí podemos deducir que la esclavitud en los tiempos de la República primitiva no era tan abyecta como lo sería al final de la misma y en el Imperio. Una esclava no era una simple cosa, podía dirigirse a un edil curul y ser escuchada. 

Y también que los gobernantes de la ciudad ya sospechaban que pasaba algo raro, sino no se entiende lo rápido que se movilizaron el edil, los cónsules y el senado.


La esclava les reveló entonces que detrás de la mortandad estaban un grupo de matronas que se dedicaban a elaborar potentes venenos para suministrarlos luego a sus víctimas. Es más, ante las dudas de algunos padres conscriptos, afirmó que en aquél preciso momento las responsables estaban reunidas preparando sus pócimas, y que si la acompañaban podrían pillarlas “con las manos en la masa”. Eso hicieron y, en efecto, las encontraron en plena faena en la cocina de la mansión de una de ellas. 

Las líderes del grupo, formado por una veintena de mujeres, eran Cornelia y Sergia, pertenecientes, como su nombre indica, a dos de las más importantes familias patricias. Lejos de arredrase, se enfrentaron a su acusadora, afirmando que lo que estaban preparando era venena bona, medicinas, para combatir, justamente, la plaga. También echaron en cara a los hombres que hubieran prestado oídos a las acusaciones sin fundamento de una esclava desleal.

Ante su actitud resuelta quizás alguno de los magistrados empezó a dudar, pero la esclava acusadora también resultó ser una mujer con redaños. Muy bien, dijo, si lo que afirmaban era cierto, que lo demostrasen tomándose ellas su propia medicina. Como nadie encontró motivo para oponerse a esta solución, se les ordenó que bebieran de las pócimas que habían preparado. 

Todo aquello se desarrolló en público, en el propio Foro de Roma, ante una multitud expectante. Las acusadas deliberaron brevemente entre ellas. La tensión del momento tuvo que ser tremenda. Sin otra salida ya, las primeras en beber fueron las mencionadas Cornelia y Sergia, que ingirieron el veneno con pulso firme, sin titubear, como se esperaba de su ciudad y de su estirpe. Luego las imitaron sus compañeras.

Durante unos momentos, que sin duda parecieron eternos, no pasó nada. La ciudad entera contuvo el aliento. ¿Quién tendría razón? ¿La esclava delatora o las nobles damas que los contemplaban, algunas pálidas, otras con gesto desafiante? Entonces se derrumbó la primera y, tras ella, fueron cayendo, una después de otra, todas las demás. Las veinte.

La escena tuvo que resultar dantesca, y el estupor de los hombres romanos indescriptible. ¿Cómo era posible que sus santas esposas, madres, hermanas, hubieran decidido asesinarlos? Porque la cosa no acabó con aquella veintena de cadáveres sobre el pavimento del Foro. Abierta una investigación, nada menos que 170 mujeres fueron encontradas culpables de haber colaborado con las fallecidas y haber usado el veneno para acabar con sus parientes masculinos. Todas fueron condenadas a muerte.


Pero esto no aclaró el misterio. ¿Qué motivo podían tener sus mujeres para desearles la muerte?, se preguntaban los hombres romanos. Ninguno, evidentemente, se respondieron a sí mismos. Lo sucedido solo podía explicarse como un arrebato de locura colectiva, una enfermedad mental contagiosa, quizás un extraño hechizo, una maldición. O una muestra de la ira divina. ¿Qué otra explicación cabía?

Era necesario, pues, purificar la ciudad. 

En un gesto sin precedentes, se decidió nombrar un dictador, como se hacía siempre que era necesario salvar la ciudad de un peligro grave que no era posible combatir con los métodos ordinarios. Éste procedió a “Clavar el Clavo”, ceremonia que no sabemos en qué consistía, y a continuación, el mismo día de su nombramiento, dimitió.

Los historiadores posteriores mostraron casi el mismo estupor que los romanos de la época ante estos acontecimientos. Sin embargo, a partir de la década de los años setenta del siglo pasado, una nueva corriente “feminista” de historiadores empezó a considerar estos hechos como un primer episodio de la rebelión de las mujeres contra el dominio masculino. Y dejando al lado lo anacrónico de intentar transportar un concepto como el “feminismo” a una época tan diferente a la actual, no se puede negar que hay una serie de factores que podrían dar solidez a esta hipótesis.

En primer lugar, se trataba de un momento de profunda crisis y cambios sociales. El tradicional dominio ejercido, precisamente, por esos varones patricios a los que sus propias mujeres asesinaron, estaba siendo seriamente cuestionado por los plebeyos. Y con éxito. ¿Es inconcebible que en esas circunstancias las mujeres, también sometidas, como los plebeyos, al mismo grupo dominante comenzaran a cuestionar esa subordinación y a buscar la forma de librarse de ella?

Por otra parte, la rápida expansión de las conquistas de la República hacía que esos mismos varones pasaran cada vez más tiempo lejos de casa. Y, durante esos periodos, eran las mujeres las que se hacían cargo de la misma. ¿Es tan descabellado pensar que alguna de ellas, una vez acostumbrada a disfrutar de la libertad, incluso de cierto poder, se resistiese a renunciar a ellos cuando regresaban los hombres?


Es preciso recordar que el gran impulso al movimiento de liberación femenino lo dieron las dos guerras mundiales, cuando millones de mujeres debieron salir de sus hogares para sustituir a los hombres destinados durante años al frente... Y que, cuando estos volvieron (aquellos que lograron volver), decidieron que no les apetecía lo más mínimo encerrarse de nuevo en sus casas.

El propio Livio nos narra que la ceremonia de “Clavar el Clavo” la encontraron los desconcertados magistrados en los Anales de la ciudad, referida a una ocasión en que, ante la gravedad de las secesiones de la plebe, el dictador “clavó un clavo” y, con este acto de expiación, “volvieron a sus cabales las mentes enajenadas por la discordia”. Así pues, los propios romanos de la época sí que veían un paralelismo entre las protestas plebeyas y lo sucedido con las matronas.

Y no podemos olvidar que, en Roma, no había mujeres más libres que las vestales jubiladas y las viudas, sobre todo si también habían desaparecido el resto de sus parientes masculinos. 

La búsqueda de la libertad, en especial de la libertad personal, es uno de los instintos más básicos del ser humano. En nombre de esa búsqueda se han llevado a cabo los peores crímenes y los actos más heroicos.

También hay quien niega, desde una nueva versión del feminismo, que esos crímenes tuvieran lugar, asegurando que todo fue, sin duda, una epidemia natural y que la condena de las matronas fue consecuencia de los prejuicios y del pánico de los hombres romanos.

Por desgracia, su principal línea argumental para sostener esta tesis es, en resumen, que las mujeres nunca podrían haber hecho algo así. ¿Por qué? Pues porque son intrínsecamente buenas y bondadosas, ajenas a toda posibilidad del mal. El veneno no era tal, sino una medicina que estaban preparando para combatir la plaga, como demuestra el hecho de que se lo bebieran. Para explicar que al hacerlo se murieran todas, sostienen que ellas desconocían la toxicidad del producto, por eso, vuelven a insistir, se lo tomaron.

Es decir, argumentan, en contra de el más básico razonamiento lógico y el sentido común, que todas aquellas mujeres padecían algún tipo de grave retraso mental que les hizo, primero, preparar un veneno en lugar de un remedio, y les impidió, luego, ver que la medicina que estaban administrando no era muy saludable, pese a que sus pacientes caían a su alrededor como moscas. El bebérselo, por último, no fue un postrer acto de rebeldía, si no una muestra final de idiotez. Y todo esto en nombre del feminismo.

Las gafas de la ideología no dejan a la gente ciega, contra lo que muchos creen. Es peor. Les muestran un mundo donde solo ven aquello que quieren.


En cualquier caso, este no fue un caso aislado, ni siquiera el más grave. Pero todo eso ya lo contaremos más adelante.

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